Alfonso Ussía

40 años

La Razón
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Un día de principios de mayo –lo recuerda Almudena Martinez-Fornés en ABC–, a primera hora de la mañana Don Juan ensayó la lectura de su renuncia ante mis padres y sus hijos en La Moraleja. Eran cuatro folios. Al terminar la tercera lectura, ya superada la emoción, comentó: «Estoy preparado. No haré pucheros». El Rey había convocado las primeras elecciones democráticas y Don Juan consideró llegado el momento de su renuncia a los derechos dinásticos, históricos y títulos del Reino a favor de su hijo. Adolfo Suárez consideró el acto como un asunto menor, un arreglo de familia. Consideraba, como buen falangista, que la legalidad franquista sobrevolaba a la histórica. El proceso fue largo, y mi buen y llorado amigo Adolfo Suárez no estuvo, en esta ocasión, a la altura de las circunstancias. Por no estar, no estuvo ni en el acto de la Renuncia. En un principio, el deseo de Don Juan fue el de renunciar en la cubierta del portaaeronaves «Dédalo», el entonces Buque Insignia de la Armada, a unas millas de Cartagena. Deseaba hacerlo por el rumbo que navegó su padre, Don Alfonso XIII, hacia el exilio, pero al Gobierno se le antojó excesiva pretensión. La segunda opción, renunciar en el Salón del Trono del Palacio Real. Para el Gobierno de Suárez, proyecto rechazado. La tercera opción también fue tumbada. Que, celebradas las elecciones generales, y ya formadas las cámaras, Don Juan entregara el legado histórico a su hijo, Don Juan Carlos I, en un pleno del Congreso ante los diputados y senadores. A la papelera. Se lo dije: –Señor, a este paso, el Gobierno le va a proponer que renuncie en un comedor privado de «Jockey»–. Y Don Juan ironizó: –Espero que no, porque serían capaces de obligarme a pagar la factura–. Al fin, en La Zarzuela.

Don Juan redactó a mano su renuncia en la casa de mis padres. Ante una duda o un matiz, consultaba telefónicamente con don Pedro Saínz Rodríguez. El manuscrito lo tuve en mis manos, y pasó por mi cabeza la posibilidad de extraviarlo y quedarme con él. Imperó el buen sentido y la tentación fue superada. En 1977, la grafía de Don Juan era clara y segura, y apenas se advertían correcciones. Ya mecanografiado el texto, lo envió a La Zarzuela para obtener el visto bueno del Rey, que le comunicó inmediatamente su plácet. El Gobierno estaba de puente de San Isidro, y solamente acudió el ministro de Justicia, don Landelino Lavilla, como Notario Mayor del Reino. La grandeza del contenido de la Renuncia es de todos los que se han ocupado en conocerlo, elogiada por unanimidad. Don Juan no hizo pucheros, pero se emocionó en los tramos fundamentales de la lectura. Gracias a la generosidad del Rey se superó un pequeño problema que para algunos de los representantes gubernativos era insalvable. Éstos exigían que Don Juan renunciara también al uso del título de Conde de Barcelona, por su condición de título soberano, que sólo puede llevar el Rey de España. Entre padre e hijo acordaron que Don Juan expusiera en la Renuncia su deseo de mantener el título de Conde de Barcelona. Y el Rey, en la respuesta, le manifestó su empeño en que lo siguiera usando como había hecho desde que fuera Rey de España de derecho.

Leída la Renuncia, y cuando oía el texto de aceptación y gratitud Don Juan Carlos, Don Juan miraba con ojos borrosos a su entorno. –Me alegro, porque más de la mitad de los que allí estaban me habían tratado como si yo fuera el enemigo–. El Gobierno de España, ante la Renuncia de los Derechos Históricos y Dinásticos de la Corona Española, seguía disfrutando de su puente de San Isidro, cuando el ministro de Justicia dio fe del contenido del acto.

Don Juan Carlos I se convirtió en el legítimo heredero de Don Alfonso XIII, gracias a la generosidad y patriotismo de quien había mantenido intacta la dignidad de la Corona durante casi cuarenta años en el destierro. «Majestad, España sobre todo, ¡Viva España y Viva el Rey!». Y el taconazo, que se oyó en centenares de metros a la redonda.

Ese acto sencillo y breve, al que se quiso dar por parte del Gobierno de Adolfo Suárez, un carácter familiar y festivo, como si fuera una Primera Comunión, ha quedado en el recuerdo como uno de los acontecimientos más altos de nuestra reciente Historia. Generosidad, grandeza y patriotismo. España ante y sobre todo. Lo protagonizaron dos Reyes mientras el Gobierno disfrutaba de su puente de San Isidro. Hace ya cuarenta años.