César Vidal

Adiós, Don Ricardo

La Razón
La RazónLa Razón

Me encuentro en Lima, aquella ciudad a la que se refirió una y otra vez Adam Smith, obsesionado por su relevancia, cuando me entero del fallecimiento de Ricardo de la Cierva. Departí con él en no pocas ocasiones; lo entrevisté para radios y televisiones y me sentí enormemente honrado cuando me dijo que, una noche, no pudo dormirse hasta que concluyó la lectura de mi Checas de Madrid. Venía de una familia ilustre que había dado al inventor del autogiro, a ministros y a asesinados –su propio padre– en Paracuellos, pero nunca percibí ni en su obra ni en su trato un sentimiento de superioridad clasista o de soberbia intelectual. Sus distintas obras sobre Franco, Carrillo, la masonería o la presencia de la izquierda en el seno de la iglesia católica –por sólo mencionar cuatro aspectos de su labor como historiador– siguen resultando de lectura obligada y no son pocos los que los han utilizado y saqueado aunque hayan borrado las huellas de la villanía. Era un hombre profundamente católico, pero jamás vi que se aprovechara de esa condición como tantos «católicos profesionales». Por el contrario, creo que le costó más que un sinsabor. Tenía posiciones acendradamente tradicionales, pero su tradicionalismo nunca fue cerril ni mostrenco sino unido a una educación exquisita. Pudo medrar a costa de sus creencias –recuerdo a un miserable catedrático de Historia contemporánea, ya difunto, que lo odiaba sólo porque había llegado a ministro mientras que él, a pesar de sus intrigas, nunca lo había conseguido– pero prefirió tener la conciencia tranquila. Cuando, en un momento determinado, alguna editorial insistió en censurar sus obras porque eran políticamente incorrectas, De la Cierva optó por fundar su propia editorial y, por cierto, vender magníficamente los libros con lo que la casa publicadora en cuestión perdió enormes beneficios por puro sectarismo. En muchas cosas estuvimos de acuerdo –cuando me citó en sus libros siempre me mencionó de manera acentuadamente elogiosa– y en no pocas disentimos, pero siempre tuve la sensación de encontrarme ante un sabio del que se podía aprender, con el que se podía dialogar y del que se podía disentir. Me imagino a Mercedes, a la que dedicó tantos libros, desconsolada por esta gran pérdida. En la nación donde ahora resido no dudarían en cubrirlo de elogios y dedicarle una calle. En la que nací, de contar con una urbe que llevara su nombre, lo estarían arrancando ahora. Descanse en paz porque, sin duda, ha ido a un lugar mucho mejor.