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Agravios comparativos

La Razón
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Se quejan los cineastas de que el Gobierno haya decidido finalmente rebajar todo el IVA cultural... a excepción del que castiga al cine. A su juicio, se trata de un agravio comparativo, dado que no existen razones de peso para fustigar con un IVA del 21% a las salas de cine mientras se tolera un IVA reducido del 10% en las de teatro. Y, desde luego, existen poderosas razones para apreciar un tratamiento discriminatorio: ¿son el cine y el teatro productos lo suficientemente distintos como para padecer diferentes tipos del IVA? Pues muy probablemente no: pero una vez delegamos a los políticos la legitimidad para arrebatarnos nuestra propiedad, ¿a quién podrá sorprenderle que éstos utilicen semejante potestad para beneficiar a los afines y castigar a los contrarios? De hecho, lo llamativo de esta cuestión es que muchos de los que denuncian un agravio comparativo en el caso del cine guardan posteriormente silencio al evaluar el auténtico agravio comparativo que tiene lugar en la fiscalidad que penaliza las diferentes opciones de consumo. A la postre, la verdadera pregunta que deberíamos plantearnos es: ¿por qué el cine aspira a disfrutar de un gravamen del 10% mientras que la inmensa mayoría de productos alternativos van a seguir castigados indiscutiblemente con uno del 21%? ¿Qué hace del cine o del teatro un sector tan especial como para merecer un trato privilegiado sobre todos los demás? Sólo una característica: su mayor capacidad para influir sobre el poder político. Es decir, el auténtico elemento diferencial es su capacidad para organizarse a modo de lobby y cabildear al Gobierno cual poder fáctico. Por eso, los cineastas lloran en público siempre que pueden: porque saben que su voz tiene cierta resonancia en la sociedad y que esa resonancia puede presionar electoralmente a los políticos para que se sometan a sus reclamaciones. Algo a lo que nada habría que objetar si no fuera porque muchos de los integrantes de ese lobby del cine defienden, al mismo tiempo, un sector público hipertrofiado y con una fiscalidad confiscadora. Parecería que todos tenemos la obligación de someternos al rodillo tributario del Estado salvo aquellos suficientemente organizados para conseguir prebendas del Gobierno. El privilegio frente a la ley general: acaso por ello, para protegernos del parasitismo arbitrario del Estado diseñado a medida de los distintos lobbies, deberíamos reclamar una fiscalidad muchísimo más baja para todos... y no sólo para algunos. Ése es el genuino agravio comparativo.