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Al alba canta José

La Razón
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25 años (y 2 días) sin Camarón. Lo trajeron a Manhattan y lo alojaron en un rascacielos con ascensores de cristal. Lo recordaba Diego A. Manrique, que lo entrevistó. Acojonado por el vértigo, José apenas sí abandonó la habitación del hotel. No parpadeó, en cambio, cuando puso patas arriba el flamenco con aquellos textos lorquianos, con Ricardo Pachón a los mandos, mientras los gitanos viejos devolvían conmocionados el disco en el Corte Inglés. En años posteriores volvió al redil, pero la mansedumbre engaña: hay truenos en sus discos de los ochenta, y ahí está, de vuelta, Paco de Lucía, acompañado por sus pistoleros. Tampoco tembló en los setenta, cuando sustentados por su garganta de oro molido, más el digitar láser de Paco, astillaba la tradición desde el conocimiento. 25 años (y 2 malditos días) sin el niño rubio al que sacaban de la cama pa´ cantarle a los señoritos. 25 años, y lo que te rondaré de huérfanos. Carisma en vena. Potro en la fragua de vulcano. Ingenuidad y veneno. Emperador de bulerías y tangos. Yonqui y maldito. Héroe de cuantos polígonos sur crecieron a la sombra de las flores del mal. 28 años, por cierto, de la noche en que con 12 me llevó mi madre a verlo, Polideportivo Pisuerga, Valladolid. Que alguien le dé un huevo, gritaban los aficionados pata negra. Unos señores muy serios, colorados de rabia, que no digo que no tuvieran razón. La dama blanca es caníbal. Fueron incontables los conciertos fallidos, las espantadas, las actuaciones reducidas al mínimo común denominador.

También hubo tardes de gloria. A mí, qué quieren, me deslumbró. Quizá porque no le había visto en su cénit. También porque llevaba en el disco duro mental los viajes en coche junto a mi hermano y mis padres. Aquellas cintas de Camarón que de repente ponían pingando el cielo que veía pasar por la ventana del Citroën BX. Brochazos de rico pedernal que te partían. Fue el guía con el que muchos acertamos a descubrir el flamenco. El mito perdido, último rey de un arte al que se le han ido casi todos, y el primero Enrique Morente, y eso por limitarme a los herejes. Quizá, qué cosas, había un fondo de verdad en el mito que asocia el flamenco, y el blues, con las penalidades. Con el ruido, la furia y la bohemia. Camarón conquistó las listas de ventas; grabó con orquestas sinfónicas; abrió a patadas la puerta de los grandes teatros; le hizo una portada Barceló y concitaba la devoción de flamencos y rockeros, puristas y heterodoxos. Pero incluso en su disidencia sabía encontrar el camino a casa. La raíz profunda del arte que, en palabras de Tía Anica La Piriñaca, sabes que lo has bordado cuando al cantar la boca te sabe a sangre. Marchito de tóxicos, abrumado por la visceralidad de un público enardecido, tuvo que morirse para que, descartada la condición divina, comprendiéramos que aquel que cantaba como dios no era más, ni menos, que un genio fieramente humano. 25 años (y 2 perros días) sin el más grande.