Alfonso Ussía

Anábasis y catábasis

La Razón
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Un título muy sugerente. Entiendo a los que han enviado mi artículo a la papelera. Creo que tiene que ver con el anabolismo y el catabolismo.

Transcurro por un día muy divertido. Las voces anábasis y catábasis las usa con frecuencia –la RAE no las reconoce– el doctor don Diego Ruiz, que alcanzó la dirección del Hospital Freniátrico de Salt. En 1935, de la imprenta «Agustín Núñez» de Barcelona, surgió el libro del doctor Ruiz, cuyo título es aún peor que el de mi artículo. «Vacunar es asesinar. Dejarse vacunar, suicidarse». Se trata de un disparatado juguete con ínfulas científicas escrito en situación de aparente sobriedad por el director de un hospital catalán. Cataluña ha destacado en muchos aspectos, y uno de ellos ha sido la constante evolución y calidad de sus médicos y centros hospitalarios. Pero siempre se dan excepciones. El doctor Ruiz considera que vacunarse contra la viruela es terrorismo. Se pregunta. ¿Es útil la vacuna contra la viruela? Se responde. «Es inútil. La vacunación no detiene la enfermedad». Atiza sin piedad a Jenner y desprecia, con más de un siglo de retraso, a Balmis, el gran médico y científico alicantino al que millones de niños de España, América y África le han rendido homenaje a través de los años de la manera más sencilla. Viviendo.

Un imbécil en 1935 es exactamente igual de peligroso que un imbécil en 2015. Lo inexplicable es que las teorías científicas adversas a las vacunas, abrumadoramente aplastadas y obsoletas, aún tengan en una sociedad desarrollada incautos e ingenuos seguidores. Precisamente en Cataluña ha fallecido un niño de seis años de difteria. Sus padres no lo vacunaron. Es lo moderno y lo natural. El niño ha muerto.

El mismo esnobismo que ha llevado a muchos a votar «a un partido divertido» es el que sostiene el fluido negocio de la llamada Medicina Natural. Los que posan las manos, los que diagnostican sin facultad ni criterio, los brujos de la modernidad que se enriquecen con la venta de plantas y fórmulas nada magistrales que ya están aplicadas en la farmacopea moderna. Una de esas modernidades consiste en no vacunar a los hijos, porque una vacuna es un atentado contra su salud.

Conviene recordar las palabras del desalmado doctor Ruiz, que de nuevo se pregunta: ¿Por qué ha descendido la viruela? Y se responde. «Ante todo y sobre todo porque las enfermedades ignoran la categoría del permanentismo clínico-terapéutico. Fases del vivir, las epidemias se van por anábasis y catábasis. Es un ritmo. La humanidad huirá como de la peste y de la linfa jenneriana, como del demonio». Y concluye con un comentario de hondo bagaje científico: «Es que, de veras, han abusado demasiado ya».

Se habla de legislar la obligatoriedad de vacunar a los hijos. Viruela, varicela, difteria... graves enfermedades erradicadas y vencidas por las vacunas que en pleno siglo XXI y en una sociedad rica y desarrollada siguen encontrando facilidades para encontrar a sus víctimas inocentes. Y hay debate en torno a la obligación, porque, desde el purismo democrático más rancio y cretino, nadie puede estar obligado a vacunar a sus hijos si considera –porque se lo ha recomendado el que posa las manos, el que vende las hierbas y el que diagnostica sin conocimientos– que la vacunación conlleva un riesgo permanente contra la salud.

Y está muy bien. Pero hoy, cuando escribo, lo hago a finales del mes de junio de 2015. Y ha muerto un niño por no haber sido vacunado contra la difteria. En Barcelona, sede de maravillosos y ejemplares centros médicos, y en España, que, a pesar de los intentos de algunos, sigue siendo una nación desarrollada y libre. Libre para todo, pero no para poner en riesgo la vida de sus niños. Un rotundo «sí» a la obligación de vacunar.