Alfonso Ussía

Andaluz

La Razón
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La mitad de mi sangre viene de Andalucía. Muñoz-Seca, mi segundo apellido, del Puerto de Santa María, atlántico, bahía de Cádiz, muerte en la mar del Guadalete, el río del olvido. Mi cuarto apellido, Ariza de Puente Genil, océano de olivos, Córdoba a un paso de convertirse en Málaga. Andalucía es Roma. Sevilla es Roma. Romana y mora, mucho más lo primero. El talento literario de Andalucía es insuperable. El andaluz nace con la poesía puesta y la palabra culta en los labios. La toponimia de sus lugares crea un poema. Alcalá de los Gazules, Jerez de la Frontera, Puerto de Santa María, Zahara de los Atunes, Sanlúcar de Barrameda... En Andalucía se ilumina como en ningún otro sitio, el talento popular. El buen andaluz lleva la gracia en las alforjas, aunque también abundan los que se creen graciosos por el mero hecho de ser andaluces. Eso no es gracia sino guasa, la guasa con aristas, la mala sombra. Aquí escribe un malaguasa los lunes en Deportes, con la gramática cambiada. Pero la luz siempre sobrevuela a la oscuridad, y el ingenio de Andalucía es invencible.

Lo dijo Pujol mientras robaba a manos llenas a Cataluña y al resto de España. «El andaluz hace cientos de años que pasa hambre y vive en un estado de ignorancia y de miseria cultural, moral y espiritual». Vaya con Pujol, vamos, vamos. Un salinero de San Fernando, un pescador de Barbate, un aceitunero de Andújar le sacan a los mitos oficiales del catalanismo –Llach, por ejemplo, gran tonto–, leguas de ventaja en precisión del lenguaje y belleza en la palabra. Andalucía es culta, y moral, y mística. La mística la comparte con Castilla, de la que decía Tarradellas que «ésa sí que es una comunidad histórica». El gran problema del independentismo catalán es que lleva insultando al resto de los españoles –excluyendo a los etarras y a los podemitas colaboradores–, desde que Pilar Rahola se preparaba para hacer la Primera Comunión. Nos insultan gratuítamente, con desprecio y necedad. Y después de hacerlo, nos piden comprensión.

Andalucía es la síntesis de la sabiduría de los mares. Y en su interior es el granero de Europa. Andalucía es mediterránea, más griega y romana que fenicia y mora. Y atlántica, o lo que es igual, inabarcable, colonial, americana. Los andaluces, extremeños, castellanos y vascos, fundamentalmente, descubrieron un mundo nuevo. Y en el siglo XVIII, y sobre todo en el XIX, los empresarios catalanes lo supieron explotar con inteligente crueldad esclavizando a la negritud. Sin la valentía y el arrojo de los que Pujol define como «muertos de hambre», jamás Cataluña hubiera encontrado su edén. Lo encontró porque Cataluña era España, como lo es y lo será. Y Andalucía se siente, ante todo, española. No folclórica, y sí sentimental, orgullosa, profundamente española. Andalucía no sabe odiar. Sus paisajes se lo impiden. Los soldados de Napoleon superaron Despeñaperros, límite agreste donde La Mancha termina y nace Andalucía. Y en el púlpito natural de La Carolina, tan cercana a Las Navas de Tolosa, el general que los mandaba ordenó presentar armas en homenaje a la insuperable belleza de la tierra ocupada. El cielo de La Mancha es azul brillante y el de Andalucía, azul cobalto. Andalucía nace en Sierra Morena y muere en los dos mares, el de Roma y el de América. De Sevilla partían las goletas rumbo a las Antillas, Guadalquivir abajo, hacia Sanlúcar y Bonanza. Antonio Burgos lo ha escrito en sus habaneras, la de Cádiz y la de Sevilla.

Hoy, muchos hijos y nietos de andaluces y castellanos emigrados a Cataluña, odian a España. Ignoran que también están odiando a Cataluña, que maltrató a sus viejos con la humillación del charnego. El andaluz que deja Andalucía pierde su sitio, lamentablemente. Y salta de la cultura al abismo. No debe afectarnos la opinión racista de un ladrón paleto. Pero sí conviene recordarle que, aunque no lo merezca, él también como español, es dueño de Andalucía.