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Ángeles y demonios

La Razón
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Al tercer año las cañas se tornaron lanzas y Luis Enrique, que no tiene ni pajolera idea de lo que es el lenguaje versallesco, que hacía novillos el día que tocaba diplomacia en el colegio, está recibiendo mucho de lo que ha sembrado: desprecio. Como si tuviera más valor pasarse los premios, homenajes y reconocimientos por el forro de los cataplines que ganar ocho títulos, ocho, de diez posibles en dos temporadas. Si anidaran en él la gracia, el ingenio y la chispa de Groucho Marx, que no es el caso, diría aquello de «estos son mis principios, y si no le gustan, tengo otros». Es como es, agrio como un pomelo, desabrido, avinagrado y en ocasiones hasta desagradable. Pero también es un magnífico entrenador. Sí, a pesar del estacazo que se pegó en el Roma; primeras lágrimas negras que luego enjugó en el Celta. Al Barça llegó llorado, como si Tassotti no le hubiese roto nunca la napia, y si no le renuevan se tomará un año sabático, sudará rabia y rencores con el triatlón y no le faltarán ofertas para dirigir grandes equipos.

También puede ser que él rechace continuar en el puesto –está dando más largas que Messi en las supuestas negociaciones– y que antes del 30 de junio, con Copa, que es lo probable, o sin ella, recogerá los bártulos para regresar por donde llegó, pero con el morral repleto de valiosos trofeos. Su tesoro. Un botín que no desmerece por caer en la Champions antes de tiempo, que es lo probable, y que no está al alcance de cualquier entrenador. Haga mejores o peores migas con el vestuario, que el azulgrana es de armas tomar; caiga mejor o peor a los directivos, lo que parece es que su suerte está echada desde el Parque de los Príncipes y que Bartomeu y Robert le buscan sustituto. Nunca fue un ángel y ahora tampoco debería ser un demonio. Seguro que para él, como para Benzema, la virtud radica en el término medio.