Alfonso Ussía

Burkini

La Razón
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Nada más atractivo en una mujer que el burkini. Esa capuchita encajada en la cabeza, ese hábito negro con vocación pantalonera hasta los tobillos, que habría rechazado por extremadamente pudoroso hasta Santa Teresa de Ávila, esos pies desvergonzadamente desnudos que tanto nos provocan a los hombres... Por otra parte, además de atractivo, es cómodo.

Mi buena amiga holandesa de madre búlgara Shura Abdelsalam Khaladi, me asegura que después del baño le dura la mojadura textil entre una hora y una hora y media, según cada playa, y que ese mantenimiento del frescor corporal le permite tomar el sol durante más tiempo que las mujeres con bikini. –Mira, infiel, fíjate cómo tengo de tostados los tobillos-, y efectivamente así era.

El padre de Shura llegó a Holanda veinte años atrás. Estaba decidido a formar parte de la pujante sociedad occidental, la infiel por definición. Y se casó con una búlgara también proveniente de los desiertos de Alá que trabajaba en una fábrica de salchichas de cerdo. El padre de Shura se compró una camioneta gracias a las salchichas, y se encargó de distribuirlas por los mercados de Eindhoven. Shura creció en un ambiente descarado e infiel, hasta que Abdelsalam se puso farruco. –No puedes vestirte como una zorra occidental-; -amado padre y dueño mío, soy holandesa-; -antes que holandesa, eres hija de Alá y Mahoma es tu profeta-. Y la pobre Shura cubrió su cuerpo para siempre , acompañó a su madre, que había sido injustamente despedida de la fábrica de salchichas porque le daban asco y no deseaba manipularlas, y su padre se compró otra camioneta para repartir el alimento prohibido por los nuevos barrios de Eindhoven. En un viaje a Eindhoven, aprovechando una invitación de la marca Philips de bombillas, la conocí. Me impresionó a primera vista. Me pareció ideal. Llevaba un «burka» de marca, se cubría hasta los pies con una túnica negra que impedía soñar con sus curvas, y caminaba –me la figuré sonriente-, deteniéndose en las casetas que ofrecían toda suerte de flores. Sentí el relámpago del amor imprevisto, y le convidé a tomar en una terraza elegante sita junto al mercado florido la típica bebida holandesa. Té verde.

Sin prudencia, le hablé de sus ojos. Y ella se emocionó. Los tenía ocultos tras la celosía del «burka», pero se los describí azules, con largas pestañas y de forma almendrada. Ella no simuló su amor: -Eres un asqueroso infiel, y me encantaría degollarte, pero algo tiene tu voz que me turba-. Me la llevé al cine, un cine muy holandés donde se proyectaba una película apta para todos los públicos musulmanes. Estaba el cine abarrotado de niños, y cuando un señor con barba ordenaba apedrear hasta la muerte a una mujer desleal con su marido, y colgar de lo alto de una grúa a tres individuos peligrosamente homosexuales, los niños aplaudieron acompañando sus palmas con vítores, y ella también procedió a ello. Y quedamos para ir de playa al sur de Francia en el siguiente verano. Y así ocurrió. Ella se tostó los pies como jamás había visto anteriormente en los pies de una mujer occidental y fresca, y yo disfruté de sus enigmas, sus formas escondidas, sus pechos apresados, sus caderas camufladas, sus piernas prohibidas y su espalda de alabastro. Que ya lo escribió don Francisco Silvela. Nada más cursi que una espalda de alabastro. Bueno, pues lo reconozco. Me puso como una Yamaha aquella espalda de alabastro cubierta por la tela negra de la decencia musulmana.

No he vuelto a verla, y sueño con ella. Me enseñó los pies, que equivale a desnudarse completamente. Y no podré olvidar ese detalle. Su burkini me acompaña en el pensamiento allá donde voy. Un burkini más moderno que los habituales, de color gris marengo en lugar del negro preceptivo. Me confesó su amor de una manera especial. –Si algún día me obligan a matar infieles en Holanda y tú te encuentras entre ellos, procuraré que no sufras-. Le pedí un beso, y cambió radicalmente de actitud. –Te lo has ganado. Sufrirás-. Ellas son así.

Pero no entiendo esa persecución playera de los burkinis. Se trata de una prenda preciosa, culturalmente integrada en Europa. Los europeos nos creemos con derecho a ver desnudas a las mujeres en la playa, y no nos apercibimos de nuestro inconmensurable error. Un burkini bonito, un burkini mono, de marca y todo eso, es más que recomendable. Es imprescindible para mantener al hombre en su sitio. Los infieles cristianos nos hemos dejado vencer por la provocación. Ellas, con burkini, están ideales, ligeras, siempre mojaditas y juguetonas, aunque eso sí, hay que admitirlo, no las reconozcan ni su padre ni su madre. Europa está obligada a modernizarse. Burkini para todas.