El desafío independentista

Canallas

La Razón
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Comienzo a sospechar que un trastorno cognitivo impide a ciertos periodistas anglosajones comprender que lo de Cataluña es el equivalente mediterráneo, y multiplicado, al auge de Trump. Digo multiplicado porque hasta donde sé el actual presidente de EE UU, con todas sus insuficiencias morales e intelectuales, todavía no ha abandonado el marco de la Ley. En Cataluña, en cambio, los independentistas, y con ellos el sedicioso gobierno regional, habitan fuera de la Constitución y el Estatuto de Autonomía desde el 6 de septiembre. Nuestros entrañables Quijotes, enamorados de España y blablablá, tampoco asumen que la «revolución de las sonrisas» persigue sustraer el 20% del PIB nacional a una ciudadanía a la que de paso también birlan sus derechos políticos. Los paladines del movimiento xenófobo, las clases pudientes de una Cataluña nutrida con la mano de obra del resto de España, han gobernado allí durante 40 años. Controlan los medios de comunicación. Han impuesto unas políticas lingüísticas delirantes, hijas de la alucinada idea que hermana idiomas y, glups, cosmovisiones. Al mismo tiempo impidieron que las clases populares educasen a sus hijos en su lengua materna. El bilingüismo, catalán/castellano, quedaba descartado. Como no había forma humana de vender que Cataluña malvivía como colonia los ingenieros sociales al cargo inventaron un fabuloso derecho a decidir. Tan democrático, tan dominical, tan cuqui, que les evitaba hablar del derecho a la autodeterminación, descartado en cualquier parte exceptuada la antigua URSS y la actual Bolivia, y todavía más injustificable si, aparte de que no hay colonia, ni metrópoli ni leches, el deseo de independencia, minoritario en los hogares con menos ingresos, carece del respaldo de una mayoría social. Llegados a este punto encontramos sujetos en la legendaria prensa extranjera que ironizan sobre la independencia judicial en España. Olvidan que la vieja CIU siempre fue invitada al reparto del CGPJ y que, a lo largo de las décadas, los nacionalistas han presentado y ganado un considerable número de recursos ante el Tribunal Constitucional. Aparte, España ocupa el puesto 17 de un total de 167 en el «Índice de Democracia» de «The Economist». Nuestro país obtiene un total de 8.30 puntos sobre 10, lo que le vale figurar en el club de la «democracia plena», frente a los 7.99 puntos de Japón y los 7.98 puntos de Italia y, uh, EE UU, calificados como «democracias imperfectas». Sepan estos caballeros, aunque se la sople, que España recibe 9.58 puntos en «proceso electoral y pluralismo», 7.14 en «funcionamiento del gobierno», 7.22 en «participación política», 8.13 en «cultura política» y, ojo, 9.41 en «derechos civiles». Números mejorables, pero interesantes. Por más que crispe explicar obviedades a los cínicos, los prejuiciosos y los vagos, encantados de apoyar el despropósito de las naciones identitarias mientras la secta nacionalista revive los dragones que arrasaron Europa en innúmeras guerras. Que ahora, cuando después de décadas de soportar una violencia in crescendo, tachen de anticonstitucional la aplicación de un artículo de la Constitución y pidan diálogo con los golpistas supone la enésima abyección de unos posmodernos canallas, felices de traficar con la averiada mercancía del pensamiento mágico y sus magufas flores.