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Catalunya ha de recuperar la centralidad

La Razón
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La Transición política en España tuvo grandes virtudes, pero también defectos notables cuya magnitud se va percibiendo con el transcurso de los años. Uno de estos defectos fue no haber completado la recuperación de España como estado plurinacional y no haber sabido otorgar a las nacionalidades históricas el papel que les corresponde. Viniendo de dónde veníamos, el esfuerzo que se hizo fue notable, pero incompleto.

Este defecto se manifiesta ahora en la situación política de Catalunya y en su relación con el resto de España. Catalunya se ha ido sintiendo progresivamente incómoda ante la actividad recentralizadora del Estado, ante sucesivos incumplimientos y, sobre todo, tras una sentencia del Tribunal Constitucional que dispuso la anulación o reinterpretación de diversos preceptos de un Estatuto reformado democráticamente, aprobado por las Cortes y refrendado por la ciudadanía catalana. A partir de aquí, la situación se ha ido deteriorando y no ha existido desde ambos lados la necesaria visión de Estado para recuperar el diálogo y plantear soluciones aceptables para todos dentro de nuestra legalidad democrática.

Todo ello ha dado lugar a un distanciamiento progresivo y, lo que es peor, a una creciente radicalización de posiciones por parte de algunos. A diferencia de lo que sucedía sólo tres o cuatro años atrás, en los que el derecho a decidir era una aspiración muy mayoritaria en el seno de la sociedad catalana, hoy Catalunya constituye una sociedad dividida y sometida a tensiones frontistas. El 27 de septiembre es innegable que las elecciones al Parlament fueron ganadas por las opciones independentistas, pero también es cierto que el resultado evidenció una sociedad partida y sin fuerzas suficientes para impulsar proyecto alguno. Desde entonces, la política catalana ha lindado peligrosamente con el vodevil, con situaciones absolutamente impensables tiempo atrás y con formaciones mayoritarias alejadas de toda centralidad. Junts pel Sí, por ejemplo, no tuvo reparo alguno en aprobar el pasado 9 de noviembre una declaración de desconexión con España que es un auténtico disparate y que además ni siquiera le ha servido para investir a su supuesto candidato.

Las elecciones generales de diciembre pasado han complicado aún más la situación, con vencedores distintos a las elecciones de septiembre y una fotografía muy borrosa de lo que hoy en día desea Catalunya. Asimismo, tampoco las elecciones estatales han servido para debatir la cuestión catalana y ofrecer posibles alternativas de diálogo.

Y entre tanto desconcierto, Catalunya vuelve a ser convocada a las urnas. La supuesta hoja de ruta trazada por CDC y ERC se ha demostrado inservible; también se ha evidenciado que las fuerzas antisistema no son útiles para fundamentar gobiernos y que difícilmente Catalunya avanzará hacia objetivo alguno si no es capaz de rehacer su cohesión social y recuperar el tradicional sentido común del catalanismo político.

Las previsibles elecciones de marzo deberían servir para resituar el debate en términos realistas: Catalunya tiene el innegable derecho de decidir democráticamente su futuro, pero la forma de hacerlo es siempre de manera acordada con el Estado, dentro de la legalidad, sin ultimátums ni mesiánicas huidas hacia adelante sólo para conservar el poder. Catalunya, para avanzar, debe recuperar la centralidad, debe centrarse también en resolver sus problemas económicos y sociales –el navegar durante más de medio año en gobierno en funciones y casi un año de parálisis no ayudan mucho– y a partir de ahí, reemprender un diálogo serio y constructivo con España, en donde, con algo de suerte, también ha de ser posible hallar interlocutores con sentido de estado y no sólo con estrategias de vuelo gallináceo entre elección y elección. España y Catalunya necesitan estadistas.