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Ceniza

La Razón
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He visto a un grupo de ancianos, media docena no más, luchar con calderos contra el fuego de octubre. Escupitajos temblorosos contra el infierno, tierra negra en los surcos de unos rostros asustados, ojos secos de lágrimas y soledad. El mismo desamparo de cada día en instantes de llamas en procesión destructiva tocando la puerta. Ese mismo cielo de pavesas que cegó el sol durante horas dejó lluvia suficiente para apagar el fuego, devolver el silencio y poder guardar el luto por Maximina, Angelina, Marcelino y Alberto. En este siglo XXI sin rogativas la lluvia contra el cristal es alegría en la desgracia como en un tiempo fue supervivencia. El agua, cuando toca, es la vida en esas tierras que agonizan olvidadas. Hubo un tiempo, no muy lejano, en que el hombre tenía un papel activo en esos ecosistemas que ya solo interesan en la tragedia. La agricultura se ha abandonado, la ganadería se concentra. Es sobre esas «nadas» sobre las que quieren construir granjas-ciudad. No hay rebaños, ya no hay cabras con lenguas de lija. Los periodos naturales se difuminan y desaparecen castigados por el cambio climático. Queda una relación arcaica con el fuego como herramienta agrícola y forestal pero no hay quien pueda corregir las llamas descontroladas de una quema de rastrojo o de un fuego de tradición purificadora para espantar las alimañas. Se extiende la pira y no aparece nadie. Ancianos renqueantes como espectros de una España despojada de derechos y abandonada en un rincón del progreso y la memoria. Se quema el paisaje porque se ha muerto o se está muriendo el paisanaje. El ruido declarativo nos impide ver ese bosque humano arrasado. La sequía, una cola de huracán, el termostato disparado, los contratos, los parlamentos, las tramas, las subtramas, la madera, el pasto, las penas, los gritos, los detenidos, el pirómano, el loco, la determinación, las promesas... y así hasta que desaparezca de nuestras pantallas. Dentro de un par de años nadie seguirá el proceso en juzgado de provincias a un incendiario. Nos indignamos y hasta la próxima. Unos cuantos lemas para el «hastag» y no habrá reporteros para revisitar los escenarios de la fatalidad porque en unos años tampoco quedará quien dé testimonio. «El rural» de Galicia tiene los mismos síntomas que amplias zonas de Asturias, las Castillas, Aragón y tantos y tantos vacíos en el mapa de España. Es cierto que últimamente se escuchan voces de alarma que señalan el problema, que se aporta imaginación para abordar los estertores pero la vida en el campo tiene unos ciclos que no coinciden con los electorales.