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Compasión y desconcierto

La Razón
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¿Qué se le dice a una madre que pide por compasión la muerte de su hija? No hay palabras para enfrentarse a esto, cuesta muchísimo encontrarlas para escribir. Yo no tengo autoridad alguna, apenas soy madre de varios hijos, y seguro que peor madre que ellaz. Estela Ordóñez ha cuidado a su hijita Andrea de forma admirable durante 12 años. Nadie pensó que la cría –que padece una enfermedad neurodegenerativa, que le impide moverse o hablar– llegase a los seis años. Lo ha conseguido porque Estela y su marido han dado la vida por ella. Andrea está muy enferma en una camita del hospital de Santiago, sin máquinas respiratorias ni de soporte, pero recibiendo alimentación por una sonda conectada a su estómago. El comité ético del hospital es partidario de no alimentarla más y sedarla, como piden los padres, para limitar su sufrimiento psíquico. Sus pediatras, sin embargo, afirman que no sufre y que están atentos para evitar cualquier dolor, dicen que aún no ha llegado su momento. Por doloroso que suene –y entiéndaseme, sin el menor ánimo de juzgar a nadie y menos a sus ejemplares padres– acelerar su muerte exigiría retirarle la alimentación y suministrarle alguna substancia letal ¿Se puede hacer eso con un ser humano? Ésa es la pregunta. La circunstancia, la terrible circunstancia, es que el padre y la madre de Andrea no pueden más. Están sumidos en la impotencia y angustia por su hijita, que padece una enfermedad sin esperanza de curación y está acercándose al final. Esta tremenda, humanísima pena, se nos pone delante a todos como una pregunta acuciante. Y, desgraciadamente, la eutanasia es una de las salidas. Consiste en aceptar que la vida sólo debe prolongarse si su calidad es buena. Pero la vida es bastante más complicada y hermosa y dura que un estándar de calidad. Hay personas enfermas cuya existencia es más útil que la vida de los «válidos», porque tienen un tesón, una entereza o una capacidad de dar cariño que otros no tenemos. Hay gente muy limitada física y psíquicamente que hace que otros se desborden de generosidad y crezcan y sean un ejemplo para todos. La vida, sencillamente, es un misterio. Y no acabamos de abarcarlo, nos excede y sobrepasa. Entiendo a los pediatras de Andrea y comprendo a los padres, desesperados. Tal vez nuestro problema es querer tener respuesta para todo cuando, sencillamente, no la tenemos. No entendemos por qué Andrea ha tenido que llevar una vida tan difícil, ni por qué está enferma. No comprendemos cómo sigue viva. Ni sabemos por qué desearíamos a veces que muriera, para que todo cesase. Ni siquiera sospechamos por qué narices algo en nuestro interior –una reserva ancestral, una pulsión de la inteligencia– nos impide dejar de reconocer que retirar la alimentación a una persona y llevarla a la muerte, no está bien.