Ángela Vallvey

Confiar

La Razón
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No es fácil confiar. Incluso el niño se lo piensa cuando su padre le dice que salte desde la mesa, que él lo sujetará... Para ganarse la confianza de alguien, hace falta haber demostrado con creces que se merece. Y aún así. Tener crédito, por ejemplo, implica que el prestamista confía tanto en quien recibe el capital, que sabe que lo devolverá. Si no, no realizaría la prestación. En ocasiones, erramos por confiados, y recibimos un justo escarmiento por imprudentes. Otras veces, ser desconfiados puede suponer una ventaja, que al final se pague cara... Este último fue el caso del sumo sacerdote Laocoonte, que pronunció su famosa frase: «Desconfío de los griegos incluso cuando hacen regalos». Se refería al obsequio del tramposo caballo de Troya; advirtió a los troyanos, que no quisieron hacerle caso. El caballo era precioso, parecía inocente. ¿Por qué iban a rechazar algo así...? Laocoonte era tan perspicaz que irritó a los mismos dioses, que por entonces tampoco se andaban con chiquitas: la diosa Minerva lo cegó, y no contenta con tan terrible castigo, le envió al pobre dos serpientes horrorosas que estrangularon a sus hijos. Virgilio lo cuenta en «La Eneida». La desconfianza que Laocoonte sentía por los dánaos, o griegos, resultó con mucho fundamento. Pero nadie le hizo caso, y él pagó su visionaria intuición con sus ojos, quizás para que no volviera a ver más de la cuenta; también con la vida de sus hijos, que representaban el futuro que él tan claramente había intuido. Porque de eso trata la confianza: de poder ver. Hacia delante, al porvenir. De anticiparnos, de saber qué pasará. ¿Nos traicionará alguien, o no nos defraudará...? Hay que echar la vista al futuro, mirar lejos. La confianza, o la desconfianza, nos hacen percibir algo y tomar una decisión. La confianza es un juego y un contrato de futuros. Un regalo. Confiar es dar esperanza. Confiar es noble, aunque también puede ser temerario. Para desconfiar, hace falta haber confiado alguna vez, de verdad, y haber resultado engañado y desengañado, robado, escamoteado, timado. Cuando alguien ha sido burlado, su confianza ya no es ciega, como Laocoonte después de haber visto demasiado, sino que abre los ojos al mundo. Si se decide a confiar de nuevo –la vida en la total desconfianza, no es más que miseria–, su gesto le hará grande, aunque vuelva a llevarse un chasco.