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Villar dimitió de sus vicepresidencias internacionales en cuanto estalló la bomba «Soule». Después del primer barrido de tunantes, el código ético de UEFA y FIFA exige el cese de sus directivos si se ven inmersos en asuntos turbios. Villar fue investigado, acusado y encarcelado. En libertad bajo fianza, le han retirado el pasaporte. No tenía defensa ante Ceferin e Infantino e hizo mutis por el foro, gesto que en la Federación Española de Fútbol, donde no existe ese filtro, esperaban de él.

Con Villar enrocado y alejado del mundanal ruido, la desesperación ha cundido en todas las instancias y hasta sus amigos de toda la vida esperan su dimisión, y se la están exigiendo.

En la Federación, Esther Gascón, secretaria general muy a su pesar, hace equilibrios para atender el día a día, soportar mentiras y presiones, interesadas o no, y evitar más escándalos de los que este organismo puede soportar, pues lo importante es el fútbol, o sea, el inminente España-Italia.

En paralelo, la carrera de la sucesión está abierta y al nombre de cualquier candidato le colocan un sambenito, así está el fútbol español. A Juan Luis Larrea le ha empezado a gustar eso de presidir y sus veintitantos años al servicio de Villar en la tesorería no le arredran. Para bien o para mal, su anexión al régimen durante casi tres décadas le ha contaminado. Ése es su problema. A otros posibles aspirantes les colgarán «medallas» según sople el viento. De Luis Rubiales, presidente de la AFE, en quien Ángel María Villar veía un relevo hasta que votó a favor de su inhabilitación, se ha escrito que «estuvo involucrado en el amaño de un partido».

Iñaki Descarga se refirió a aquel Athletic-Levante (2007) en estos términos: «Molina, Rubiales y Tomassi no participaron». Descarga sabía lo que decía, estaba en el ajo. Contención.