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Corresponsal en el infierno

La Razón
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Don Winslow no nació en Oslo. No escribe sobre maratones. No opina sobre la blanca agonía de los pingüinos. Tampoco esquiva preguntas. Don Winslow conoce la distancia entre ficción y novela. Monta el chasis de sus libros como una cacería de datos y luego dispara a quemarropa con la recortada. Winslow ha escrito «El poder del perro» y «El cártel». Junto a la trilogía de América de James Perro Loco Ellory, lo más brutal en cuanto crímenes históricos, narcotráfico, mafia, agentes de la DEA, cárteles mexicanos y colombianos y etc. A Winslow le va la marcha. Sus libros, lejos de pontificar, sitúan al lector entre la Operación Cóndor y los narcocorridos. Entre Nancy Reagan de laca y oro y Bill Clinton enchironando a la mitad del país por aquello de eclipsar el semen en las faldas a costa de jóvenes morenos y pachucos. A un lado Camelia la Tejana y al otro la charcutería de unos campesinos en Antioquia. Cártel de Cali, Cártel de Medellín, Cártel de Sinaloa. ¿Guerra contra las drogas? Como explicaba el sargento Ellis Carver en el primer capítulo de la primera temporada de «The wire», «A esto no le puedes llamar guerra. Las guerras se acaban». Ahora Winslow vuelve con una novela de policías. Ambientada en Nueva York. Un homenaje a las películas de Sidney Lumet. «Serpico». «El príncipe de la ciudad». O mejor al niño que creció hechizado con el pulso guarro, hiperrealista y mineral, crepuscular y duramente nostálgico que destilaban aquellos thrillers. Un libro dedicado a la Fuerza Especial de Manhattan Norte. Un escuadrón ficticio de detectives dirigido por el sargento Denny Malone. Un tío bronco e inteligente. Zarandeado por los sonrientes fajos que agitan los camellitos. Que pule su capacidad para sobrevivir en las calles al tiempo que cae hechizado por la danza del vientre del neón. Un policía corrupto y amoral, pero también libre de victimismo. Alérgico a los pucheros. El terror de los barrios chungos y las colmenas de protección oficial a las que nunca llega el desodorizado mojo de Nueva York con celofanes. Esa estampita para ricos y turistas, vistosa y flácida, a un puente de la barbarie que late en East New York. De las balaceras junto a los columpios del South Bronx. Del plomo perdido encontrado y los niños descerrajados y los robos a mano armada y los cuerpos con circunvalación de tiza en el asfalto y las noches de luna tísica y cielos fundidos que enloquecen a los hombres rumbo al ventisquero. Winslow o el cronista de una ciudad con policías mal pagados, curtidos, al borde del segundo divorcio y la tercera petaca de whisky católico de la tarde. Tipos que llegan a las calles para cambiarlas y acaban batidos por la red de araña que segregan los burócratas. Desmoralizados por la acumulación de visitas a la morgue. Mil veces negados por unos testigos que no hablarían ni en presencia de Satanás. Manipulados por unos mandos que aspiran a retirarse como consejeros de una lucrativa compañía de seguridad o concejales con el discurso flácido. Winslow. Nuestro hombre en el infierno.