Alfonso Ussía

Croquet

La Razón
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En un precioso campo de croquet que domina un recoleto valle montañés, se disputaba la final de un torneo familiar. Los finalistas, la dueña y gran señora de la casa, marquesa de Navalós, y su yerno mayor, Iñigo Castromelilla. Ella, la marquesa, jamás en su vida había emitido una palabra malsonante y era tenida y querida por todos gracias a su carácter cariñoso y equilibrado. A punto estaba de ganar cuando su yerno, en la última puerta, crocó su bola enviándola a un prado donde pacían unas simpáticas vacas. Y ella, con serenidad y dominio, se acercó a su yerno y le dijo lo que sigue. «Gordo repugnante, cabronazo, te voy a abrir la cabeza con mi mazo». Le salió con rima. En el croquet francés se rompieron muchas familias.

El croquet es un deporte al alza. En España comenzó a jugarse en Somió, el barrio distinguido de Gijón, y en Jerez de la Frontera. Proviene de Languedoc, los ingleses lo adaptaron a sus costumbres y estrecharon las puertas, y en París, en 1900, fue deporte olímpico. En la actualidad, los reglamentos francés e inglés se han unificado, está prohibido crocar –mandar a tomar por saco la bola del adversario si se impacta con ella–, y ha dejado de constituir un peligro para la armonía de las familias tradicionales.

Como en Jerez, El Puerto y Sevilla se caza más que en Somió, los asturianos terminaron por aventajar a los croquistas andaluces. Hoy, centenares de campos privados y sociales se distribuyen por toda España, gracias a los desvelos del eminente doctor astur José Luis Álvarez-Sala, maestro inigualable y presidente de la Federación Española de Croquet, y de la gran jugadora Graciela Fernández-Nespral, organizadora de múltiples torneos. Sucede que, al convertirse en un deporte en franca expansión, algún que otro advenedizo intenta apoderarse del trabajo ajeno con indisimulada precipitación. El croquet, menos conocido que el golf –pariente lejano–, no sufre la animadversión del ecologismo sandía –verde por fuera, rojo por dentro–, porque aún no se han enterado los ecologistas de su existencia. Cuando lo hagan, ya será tarde por la cantidad de escenarios croquistas distribuidos por toda nuestra nación. Hasta en Sierra Morena, entre venados, jabalíes y linces, se juega al croquet.

En muchas casas del norte hay canchas de croquet. Las reglas variaban de Guipúzcoa a Vizcaya, de Vizcaya a Cantabria, de ahí a la pionera Asturias y de Asturias a los pazos gallegos. En el sur, la afición se resumía en las grandes familias bodegueras, y más de una boda concertada se fue al traste por una discusión croquera.

En 1868 se construyó en Wimbledon el «All England Croquet Club» que se convirtió poco después en el actual «All England Lawn Tennis and Croquet Club», lo cual dice mucho de la importancia de este deporte, que se puede practicar hasta los 87 años. En España, el primer campo de croquet social fue el de La Lloreda gijonesa, iniciativa de la familia Velasco, como en Jérez fue de los Fernández de Bobadilla. Debo decir, que en Madrid, el mejor campo de croquet y el más visitado por jugadores y público en general, fue el de La Moraleja. Se practicaba el croquet francés previo a la unificación, y un embajador de España, después de realizar una jugada que no satisfizo a uno de mis hermanos, recibió un mazazo en el culo del que tardó tres años en reponerse.

El croquet se ha puesto de moda y su implantación en España se antoja imparable. Resulta maravilloso escribir del croquet en lugar de hacerlo de Mas, Puigdemont, Iglesias, Montero, Montoro y del árbitro que protagonizó la remontada histórica del «Barça». Y sí, el croquet es elitista, y por ello lo ensalzo. Muy elitista, por aquello de molestar más.