Joaquín Marco

Cuestiones electorales

El paso por las urnas resulta esencial en una democracia, pero aunque imprescindible puede no resultar suficiente. Existen democracias que adoptan diversas formas y en las que la participación ciudadana tampoco refleja la realidad del sistema político. No cabe duda que, por ejemplo, el sistema que hoy rige en Venezuela, tan citado entre nosotros en los últimos meses, deriva de una votación y en consecuencia no deja de ser una democracia, aunque muy «sui generis». No rige en aquel país el necesario respeto a las libertades fundamentales que caracterizan a los regímenes considerados democráticos. Esta es la razón, tal vez entre otras, que ha impulsado a Felipe González, representante de los viejos partidos o de la casta, a colaborar en la defensa de aquellas personalidades de la oposición al presidente Maduro que hoy se encuentran en prisión. Su intermediación puede aglutinar, además, a otros viejos líderes, partidos y organizaciones e incluso servir de puente con los EE.UU. Pero quienes sufren las consecuencias de estas democracias imperfectas son los ciudadanos que depositaron su voto en las urnas. Por otra parte, las elecciones cobran distintos valores según hemisferios y una realpolitik que conviene a quien juzga. Algo pasa, por otra parte, cuando al término democracia se le añade un adjetivo. Recordemos nuestra democracia orgánica durante la dictadura franquista y conviene dudar, incluso, de adjetivos tan aparentemente positivos como «popular». Las democracias populares eran formas totalitarias de gobierno con partido único. Si de elecciones se trata, no cabe duda de que España se ha convertido en el país más democrático del mundo. Celebradas ya las andaluzas, que algunos entienden como una mera apertura de la sinfonía general, nos lloverán de inmediato, sin tiempo para darnos respiro, las municipales y autonómicas generales, las catalanas y como estrépito final de gran orquesta, las generales. Se dice que con ellas se iniciará un tiempo nuevo. Sin embargo, no anduvieron tan desencaminadas algunas encuestas en las pasadas elecciones andaluzas, pese a que los análisis reposados se quebraron ante el terrible accidente aéreo del pasado martes. De aquel pueden derivarse cuestiones importantes que afectarían a las fórmulas más económicas del vuelo y a sus circunstancias. Se hizo añicos también la visita de Estado de los Reyes a Francia, la primera que realizaba el nuevo Rey, quien con oportunidad eligió el país vecino. Se perdieron vidas y confianzas, pero la Historia sigue rodando, ajena a las tragedias que se nos agrandan y más tarde amarillean en las páginas de los cada vez más escasos periódicos. Nada puede reprocharse, sin embargo, a la transparencia informativa –uno de los rasgos democráticos– de países como Francia, Alemania o España. Pero aquel accidente dejó en el aire algunas reflexiones que afectaban a las diversas fuerzas políticas de la oposición y hasta al partido del gobierno. Éste último se vio obligado a organizar un gabinete de crisis y un viaje imprevisto a Francia que reunió, durante el mismo, a los presidentes Rajoy y Mas. Mientras Ciudadanos había comenzado a mostrar sus uñas demostrando que podía arañar votos de los dos grandes partidos, UPyD mostraba la debilidad de una Rosa Díez ensimismada y cada vez más solitaria. El espacio electoral de centroderecha, que había soñado, le es arrebatado por Albert o Alberto Rivera. Las elecciones andaluzas fueron un triunfo personal de Susana Díaz, la primera mujer (y embarazada) que capitaneará el feudo socialista del Sur, de espaldas a los escándalos de los ERE y de la formación. Si la presidenta logra enderezar el rumbo y mantener alianzas puntuales, siempre peligrosas, el éxito de su mandato está asegurado. Ello, sin embargo, no debe impedir la reflexión de un PSOE en crisis de identidad. No sé si el PP en tareas de gobierno dispondrá del tiempo suficiente para realizar una autocrítica, no menos necesaria. La pérdida de votos y de escaños en el Parlamento andaluz es un signo que debería reclamar su atención. Si contempla el resto de la geografía nacional observará que su papel en Cataluña puede llegar a ser casi testimonial, como el del PSC-PSOE. Pero éste es un problema mucho más complejo, donde deberá observarse el significado de la irrupción de Podemos en la que confían algunas fuerzas independentistas.

Aunque ligeramente tocado, el bipartidismo en Andalucía no ha quebrado. Y la anunciada irrupción avasalladora de Podemos no se ha producido, aunque ha devorado a IU que consiguió tan sólo el 6,9% de votos. Sin embargo, el sistema democrático español es suficientemente sólido para resistir los embates de opciones cuyo respeto a las formas democráticas les producen algún recelo a más de uno. Ni somos ni podemos ser otra Venezuela, porque estamos, pese a olvidarlo en ocasiones, en la UE. Estamos, además, ya acostumbrados al multipartidismo. Lo que puede variar es la naturaleza de los partidos bisagra, antes nacionalistas, y ahora tal vez partidos de ámbito nacional. Cualquier predicción inspirada en las elecciones andaluzas resulta aventurada. Restan muchas incógnitas y algunos comicios previos que pueden resultar determinantes. Que el PSOE andaluz haya resistido la embestida de las nuevas fuerzas es un signo de que nada está decidido. Bien es verdad que la situación de aquella formación en el resto del país no es equivalente a la del granero andaluz. Tampoco Pedro Sánchez tiene el tirón electoral o la empatía de Susana Díaz. Pero los misterios de las inclinaciones políticas de los votantes nos las irán perfilando las encuestas. Éstas pueden transformarse también en otra arma electoral. Si tomamos en consideración que en Andalucía hace tres años las dos grandes formaciones alcanzaron el 80% de los votos, en esta ocasión la suma sólo alcanza el 62%. Pero la gran fuga se ha producido en el ámbito popular. Una participación del 63,9% constituye también un éxito. España está atravesando una politización progresiva que se manifiesta como resultado de la prolongada crisis y del programa de recortes impuesto. A ello cabe añadir los problemas de corrupción y la desconfianza social que producen la cada vez más acentuada desigualdad. Tal vez la juventud se muestre más radical y, a la vez, más alejada de cualquier planteamiento político que contemple el futuro. Observa un presente degradado que no ilusiona. Y la política no son sólo urnas, también es ilusión y esperanzas.