Joaquín Marco

Cultura y pactos

Las pasadas elecciones autonómicas y municipales, como podía preverse, se han convertido en un laboratorio político, especialmente en las grandes ciudades, frente a las próximas generales. Los alquimistas son los políticos, críticos y, a la vez, intérpretes de los resultados alcanzados. Los actores de las cuatro formaciones, que han de decidir el nuevo mapa político a estos niveles, carecen en su mayoría de la necesaria experiencia en una cultura de pactos que convenga a partidos y a ciudadanos. Y no es que el pacto constituya una novedad en nuestra democracia, nacida precisamente de difíciles acuerdos. Pero aquellos eran otros tiempos, otros intérpretes, otros partidos, aunque alguno mantenga aún las siglas. Se han producido otros pactos, con mayor o menor éxito, siempre con desgana y recelo en el gobierno central, en las autonomías y en los municipios. Pero, pese a ello, no hemos asumido todavía lo que algunos califican como cultura del pacto. Tendremos que aprender porque a la fuerza ahorcan. Todas las formaciones políticas salieron con el discurso obligado de ganar y hasta de aplastar. Hay que admitir que la modestia no planeó siquiera en aquellas que ya podían intuir el desastre que se les venía encima. El primer acto de la función, los presuntos debates electorales, ilustraron poco a unos votantes indignados y desconcertados que se encontraban por vez primera ante nuevos dilemas de difícil solución. El ejercicio de depositar el voto en las urnas –el nudo de la comedia, el segundo acto– tampoco fue tan ilusionante como algunas nuevas formaciones esperaban. Al fin y al cabo los dos grandes partidos turnantes lograron superar la mitad del voto y, aunque es verdad que el PP siguió siendo el partido más votado, sus expectativas no lograron superar los mínimos exigidos, nada menos que mayorías absolutas. Como consecuencia, y a diferencia de otras votaciones anteriores, las formaciones tuvieron que bajar más tarde el tono eufórico inicial, salvo Podemos y Ciudadanos, los nuevos, ya que partían de cotas bajas, casi inexistentes, aunque se convirtieron en llave de la gobernabilidad. Las interpretaciones electorales apuntaron a un cierto giro a la izquierda y a la aparición de una juventud (y no sólo de una juventud) contraria a los vicios de la política ejercida en los últimos años. La abstención también remontó ligeramente. A esta mayoría no le sentó bien ni la corrupción de los que habían ejercido el poder, ni tal vez las mayorías absolutas. Y, aunque este país se entiende como de centroderecha, el votante, también como actitud de protesta, ha girado hacia la izquierda, si es que los términos habitualmente utilizados mantienen todavía algún sentido. Y cuando entramos en el tercer acto, ya sin la participación activa de los ciudadanos, los pactos postelectorales, podremos percibir con mayor claridad la incultura pactista de la clase política, reservona ante las generales que se avecinan. La situación vivida en Andalucía parece propagarse y las exigencias de los menos son cada vez más. La palabra cultura, asociada a pacto, ha sido ignorada o menospreciada. Alguna responsabilidad tendrá, en este sentido, el Ministro del ramo que ha logrado la más baja calificación y que cumplida, a su juicio, la labor ninguneadora, solicita ya el cambio hacia un destino más cómodo. Las formas culturales, en el siglo XXI, son muy distintas de las que privaron con anterioridad. En España, por ejemplo, se están cerrando dos librerías cada día. Nuestros índices de lectura son tan escasos como las oportunas renovaciones en los métodos de enseñanza. Pero no constituyen sólo los libros, que se entienden todavía como necesarios, el único referente cultural.

Vivir en pareja o en una sociedad civilizada significa pactar continuamente. Cuanto más culta sea (en sentido amplio) más fácil habrá de resultarle acostumbrarse a respetar las ideas de los otros, a converger y hasta a convivir con ellas. Pero tampoco conviene minimizar los efectos de unos acuerdos que han de tener consecuencias no sólo en el presente, sino también en el futuro. No importa que se requiera tiempo para ello y los que se establezcan han de resultar beneficiosos para terceros. Algunos medios ya se han lamentado de la tardanza, pero la prisa en tales cuestiones acostumbra a ser mala consejera ya que las ruedas administrativas siguen funcionando. Conviene, pues, que las formaciones emergentes y las que no lo son mediten la oportunidad de los acuerdos que, sin duda, habrán de alcanzar mediante el diálogo. La irrupción de nuevos actores en una escena provoca un cambio brusco de situación, que es lo que ha sucedido tras las elecciones del pasado domingo, objetivo de la mayoría de los españoles. Ello obligará a tomar posiciones. El presidente Rajoy había elegido esperar el desarrollo de los acontecimientos y de unos pactos que parecen resultar incómodos para todos. Pero sano resulta también rectificar y, acuciado por los barones de su propia formación, ya ha anunciado vagas reformas en el partido y tal vez en el Gobierno. Quedan escasos meses para las elecciones generales y por consiguiente los acontecimientos se suceden con enorme rapidez. El indiscutible y relativo éxito de Podemos debe calibrase en función de la juventud de este partido que dice haberse inspirado en las movilizaciones del 15 M, aunque buena parte de su dirección proceda de IU, aparentemente debilitada tras unos pésimos resultados. El PSOE sabe ya que el propósito de Pablo Iglesias es ocupar su espacio. No sólo se declara socialdemócrata a la manera histórica, sino que pretende convertirse en la alternativa a la derecha, que representaría el PP. No es, pues, tan sólo la pérdida de votantes lo que ha de preocuparle a Pedro Sánchez sino el deseo de Podemos de lograr el poder en las próximas elecciones generales, su objetivo manifiesto. Cierta ambivalencia programática le ha permitido sumarse a favorables amalgamas o plataformas electorales, pero habrá que preguntarse hasta qué punto las cabezas de lista en los ayuntamientos de Madrid o Barcelona han sido decisivas a la hora de alcanzar el poder. Los militantes de Podemos han quedado todavía lejos del cielo. Y Ciudadanos debe demostrar que resulta algo más que la marca blanca del PP. Una política de pactos representa también ciertos peligros en un futuro: determinadas concesiones e inestabilidad. Este es el colofón de una comedia del arte de la política ante la que los espectadores no pueden restar indiferentes.