Ángela Vallvey

Cuñado

La Razón
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La voz «cuñado» ha sufrido evoluciones que por otra parte son dignas del «concepto». Antiguamente, el cuñado era cualquier pariente político. Todo el que no perteneciese a la misma sangre era un cuñado. Se llamaba así «al pariente o parienta por afinidad en cualquier grado que fuere». De modo que un cuñado podía ser el marido de una prima, el novio de una suegra hace años enviudada, etc. O sea, que había muchos cuñados. En eso, hay que decir que el pasado siempre vuelve: de nuevo, la sociedad rebosa de cuñados. En el antaño más lejano, se distinguía al «cognatus» («con-natus», parientes consanguíneos) de los «affinis» (los parientes por afinidad, o políticos). Se cree que fue el cristianismo, con su impulso igualitario y amoroso universal de fondo, quien asimiló a los parientes políticos como si fuesen de la misma sangre. Los cristianos abrieron las puertas de su estirpe a los recién llegados, suprimiendo las diferencias entre «affinis» y «cognatus» y, seguramente en un arrebato último de generosidad, cedieron a los parientes políticos incluso el nombre con que designaban a los parientes de sangre. De esta manera se llamó «cognatus» a los nuevos miembros de los clanes familiares. Así, el marido de una hermana pasaba a ser un hermano. Un «cognatus». Un cuñado. Los advenedizos adquirían un statu de sangre. Como si hubiesen nacido en el mismo hogar que ahora los recibía, a pesar de habérselos encontrado por la calle. Hay que tener en cuenta que, entonces, el matrimonio duraba toda la vida, de modo que no era mala propuesta hacerse a la idea de tratar al marido de la hermana como a un hermano: dedicándole un perdurable afecto íntimo. Hoy, claro, los cuñados van y vienen. Tenemos un cariñoso cuñado que, pasado mañana, después de nuestro turbulento divorcio de su hermana, ni se acuerda de que nos conoció. Existe un baile de cuñados considerable en las sociedades contemporáneas. De forma que, quien ahora es tu cuñado, puede ser mañana el de ese vecino del quinto que te amarga con el ruido de la televisión. El de cuñado es un oficio efímero, hasta el punto en que quizás deberíamos recuperar su denominación original, «affinis», adecuada para gente que viene y va. Además, el cuñadismo, esa cuasi-ideología propia de personas con ideas absurdas, ineptas y sobradas, que dan lecciones de todo sin saber nada, resulta disolvente. Sobre todo, en Navidad.