Gobierno de España

Del bipartidismo al desconcierto y el caos

La Razón
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Ésta es la investidura más complicada de la historia de la democracia. La ruptura del modelo bipartidista que muchos consideraban un avance hacia una mayor participación política y una regeneración del modelo inaugurado con la Constitución del 78 está conduciendo a la gran frustración, el desconcierto y el caos. Los nuevos partidos, aparte del mérito de incorporar al sistema con promesas demagógicas a gentes que estaban en el antisistema o en el inconformismo y el desánimo, están conduciendo a la ingobernabilidad. Ni siquiera han conseguido evitar que los nacionalistas de la periferia dejen de ser imprescindibles a la hora de formar gobierno, como ha venido ocurriendo hasta ahora cuando la fuerza mayoritaria no tenía mayoría absoluta en el Congreso. Por lo demás, nadie hasta ahora había puesto en duda que debía gobernar la fuerza más votada. Y así no nos ha ido mal del todo. No es extraño que en las pasadas elecciones del 26-J hubiera un rebrote del bipartidismo. Lo del aireado cambio de ciclo no parece seguro tras esta experiencia negativa, a pesar del lastre que arrastran los viejos partidos. El desencanto es evidente y la valoración popular de la política y los políticos es más baja que nunca.

Lo que se sabe con seguridad es que por ahora la formación del Gobierno sigue bloqueada. En vísperas de que el Rey inicie la ronda de consultas con las distintas formaciones para designar el candidato a presidir el nuevo Gobierno, nadie se mueve aparentemente de sus posiciones iniciales, claramente obstruccionistas. Descartado Pablo Iglesias (Podemos), perdido en su archipiélago particular, ni Pedro Sánchez (PSOE) ni Albert Rivera (C’s), que tienen la llave para desbloquear la inquietante situación, parecen dispuestos a ceder y facilitar de una vez la investidura de Mariano Rajoy (PP), el claro y reiterado vencedor de las elecciones y el único que se está moviendo con responsabilidad a pesar de su fama de indolente. De nada sirven los acuciantes consejos de los más experimentados y variados personajes de la vida nacional, encabezados por prestigiosos políticos socialistas. El líder provisional del PSOE no sale del «no», que se puede convertir en la soga al cuello del socialismo español. Y el otro a lo más que accede es a una vaporosa abstención táctica que no sirve para nada. No parecen conscientes de que están jugando con fuego. La disyuntiva es: o investidura o terceras elecciones. Los dos saben que serán responsables otra vez del fracaso de la legislatura, con las consiguientes consecuencias funestas para España, para ellos mismos y para sus partidos.

El riesgo es tan grave y evidente que se ha convertido en el principal argumento de los que confían en que en el último minuto se enderezará el rumbo para no caer en el precipicio. No faltan los que ponen su confianza en el papel arbitral del Rey durante las consultas. Otros, sin embargo, pretenden maniatarlo, minimizando su función constitucional, a pesar de estar destinada a impulsar el «normal funcionamiento de las instituciones». La endiablada situación está poniendo a prueba el papel de la Corona. Hay coincidencia en que no debe «borbonear» traspasando su cometido constitucional, y hasta ahora nadie puede acusar a Don Felipe de falta de neutralidad o de interferencias indebidas, sino todo lo contrario. Pero tampoco puede quedarse, en este momento clave, mano sobre mano. Entre otras cosas, porque un nuevo fracaso de la legislatura afectaría también al prestigio de la institución. Hay muchas formas de actuar, siempre con prudencia y discreción, al servicio del interés general, aconsejando, estimulando y demostrando la necesaria «auctoritas», sin la que la Monarquía carece de sentido.

En circunstancias excepcionales el Rey Juan Carlos, su padre, intervino activamente cuando la democracia estaba en peligro sin que nadie se lo reprochara, sino todo lo contrario. Y salvó así a España del desastre. Voy a contar un caso menor, pero significativo, de una peculiar manera de actuar. El hecho ocurrió durante la primera investidura, la de Adolfo Suárez en 1979 como primer presidente constitucional. Resultó tormentosa y aunque Suárez fue investido de forma sobrada a la primera con los votos de UCD y el apoyo de Fraga (Coalición Democrática) y Rojas Marcos (Partido Andalucista), aquello fue un fracaso político por un mal planteamiento y por el acoso de Felipe González, que se erigió en el triunfador moral y la clara alternativa. Al día siguiente muy de mañana se presentó inesperadamente en La Moncloa en la puerta del despacho de un Suárez apesadumbrado Sabino Fernández Campo con una carta manuscrita del Rey en la mano, escrita durante la madrugada, en la que animaba al presidente en aquel trance y le mostraba su aprecio personal. «Fue -ha dicho Martín Villa, presente en la escena- la única nota positiva de una investidura mal concebida y peor ejecutada». ¿Quién puede llamar a eso «borbonear»?

En el caso que nos ocupa, hay discretas conversaciones subterráneas y parece, a juzgar de lo que trasciende de La Moncloa, que existen razones para un cierto optimismo, a pesar del aparente bloqueo. Habrá que creer que lo que vemos y aparece en la superficie es sólo lo que Unamuno llamó «las espumas de la política» y que la realidad es distinta de lo que se pregona por todos los medios hasta la náusea. Si no, estaríamos aviados.