Ángela Vallvey

Demasía

La Razón
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Pasado el día de Reyes, los niños están frente a sus regalos. Repasan con cuidado (¿con atención o con pasota descuido...?) los obsequios recibidos, si es que han sido buenos. Vale, en realidad, Sus Majestades traen muchas cosas incluso para los niños que han sido traviesos, desobedientes, enredadores. Y hasta para esos de los que hablaba Serrat en su canción: los que no dejan de... fastidiar con la pelota. Los Reyes, en las últimas décadas, se han vuelto muy condescendientes. De hecho, casi no hacen distingos entre los niños buenos y los que se portan mal. De manera que, por lo general, los chiquillos tampoco distinguen entre los beneficios de comportarse bien o actuar mal. «Si, haga lo que haga, me van a premiar... haré lo que me apetezca», deben conjeturar, aunque sea de manera inconsciente. Conforme los Reyes Magos van aumentando la cantidad de obsequios y juguetes maravillosos que traen a los niños, los pequeños se sienten todavía más confundidos. Antaño, los críos pasaban al menos los tres últimos meses del año haciendo méritos para que Melchor, Gaspar y Baltasar les perdonasen las trastadas cometidas previamente y fueran generosos. Ogaño, los chavales no se sienten obligados a guardar las apariencias ni siquiera 24 horas antes de que Sus Altezas Reales aterricen en el salón, llenándolo de cachivaches. La cantidad abrumadora de regalos que reciben los pequeñuelos, por otra parte, no sólo «no» les beneficia en nada, sino que los perjudica severamente. En tiempos pasados, un niño que lograba un sólo juguete deseado vivía ese momento con una emoción extraordinaria. La ilusión le servía de combustible barato, ecológico, para cumplir con el duro trabajo de crecer. Hoy, los críos reciben tantos regalos –una abundancia tan escandalosa y frívola de objetos– que no logran apreciarlos. Al contrario: se sienten trastornados, porque las cosas materiales están vacías y ellos suponen que se consiguen «porque sí», sin que medie mérito alguno. La abundancia inane con que los asfixiamos es antieducativa. Los objetos, en demasía, los sumergen en un mundo de trivialidad donde nada es trascendente. Los sueños están hechos de una materia que, curiosamente, no es materialista. Tenemos que enseñar a nuestros hijos a distinguir lo importante, a no quedarse en la apariencia, donde habita la nada. Enterramos (literalmente) a los niños en cosas. Los maleducamos y luego nos quejamos de que no saben lo que cuestan las cosas, ni lo que vale la vida.