Alfonso Ussía

Don Quijote

No pretendo presumir. He leído más de diez veces «El Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha». En los años cercanos, las ediciones de Francisco Rico y Martín de Riquer. De este último es la versión que eligió Antonio Mingote para su prodigioso Quijote ilustrado, que editó Planeta y hoy es una joya bibliográfica imposible de encontrar, con más de 600 dibujos del genio de Daroca. En el caso de encontrarlo, ya pueden los agraciados que topen con él en una librería de Viejo preparar el bolsillo.

Con «El Quijote» sucede lo mismo que con San Juan de la Cruz y su «Cántico Espiritual». Cuanto más lee, más soprende, emociona y entusiasma. Pero mi primera lectura del «Quijote» –versión livianísima para escolares–, a los ocho años en el Colegio del Pilar de Madrid – calle de Castelló, obviamente, supuso una tortura. Me pareció un tostón. Terminé de Don Quijote, de Dulcinea, de Sancho y de Rocinante hasta los cataplines. No es lectura para niños, porque la luz literaria de este prodigio universal no está al alcance de una comprensión en el principio de su desarrollo. Otra cosa sería que fuera obligatoria su lectura en el último curso del bachillerato, en la puerta de la Universidad.

No obstante, es mejor leerlo que no hacerlo aunque canse y produzca hastío. El «Quijote» es el polo opuesto de la pedantería. El «Ulises» de Joyce, en su primera lectura, es insoportable. Y en la segunda, una broma sonriente que se abandona en la página 17 pensando en el sufrimiento de los pedantes que creen superior el aburrimiento al placer. Más o menos como «El Lobo Estepario» de Hesse, mejor que el «Ulises» pero igualmente coñazo. Hay mitos literarios, pictóricos, musicales y cinematográficos que conceden la bula de la cultura, cuando en realidad son crueles inventos que la pedantería se ha sacado de la manga para torturar a los tontos que se van renovando –y aumentando–, de generación en generación. La consagración del hastío.

Para aficionarse a la lectura desde niño hay que elegir los textos apropiados. En El Pilar, mi primer colegio, recitábamos enardecidos «La Canción del Pirata» de Espronceda, que al cabo de los años ocupa un lugar muy secundario en las preferencias poéticas, pero cumple a la perfección su cometido en los principios. De Espronceda, Gabriel y Galán y Antonio Machado, se salta sin esfuerzo a Lorca, Alberti, Salinas, Dámaso o Aleixandre. Igual a Manuel Machado, el poeta prohibido por los sectarios, olvidando que don Antonio Machado consideraba a su hermano el más grande de su generación. Foxá y Umbral no son escritores para niños, pero sí portentosos para adultos. La mejor novela escrita en español en los últimos años no es otra que «La Fiesta del Chivo», de Mario Vargas Llosa. No es lectura de colegio, porque los matices históricos, literarios y biográficos escapan al buen entendimiento de los niños. El que escribe aprendió a amar la lectura con los «Guillermo» de Cropton. Y hoy siguen en vigor.

La obligatoriedad de leer «El Quijote» es un arma de dos filos. El que le tome excesiva manía a la gran novela de caballería de Cervantes, si no está posteriormente bien aconsejado, no volverá a abrir sus páginas. Y si las abre será para hecerlo en canal, destrozando el volumen. Por otra parte, si se toma «El Quijote» como una lección de Literatura, terminará por apasionar a sus obligados lectores, siempre que las versiones sean ligeras y adaptadas a los jóvenes de hoy.

Lo que sea para animar hacia la lectura. Y si «El Quijote» aburre, siempre se puede echar mano de Astérix, Obélix y Tintín. Cervantes llegará más tarde, grandioso.