Alfonso Ussía

Don Ricardo

La Razón
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Llevaba cien archivos en la cabeza. «Sin documentos que sostengan y prueben los hechos, la Historia es una novela». Era vehemente. Admiraba –como todos los españoles cultos y leídos– a don Francisco Silvela, el talento más irónico de la Restauración. Una capacidad para el trabajo ilimitada. Filias y fobias, como todos. Pero con documentos probados, moderaba las filias y suavizaba las fobias. Don Ricardo De la Cierva, de quien me honro de haber sido amigo, admirador y lector, aunque en numerosas ocasiones mantuvimos serenas discrepancias. En especial, en las relaciones entre Franco y Don Juan, del que recelaba en exceso.

Todos sus libros se los dedicó a su gran amor, Mercedes, esposa y compañera en su trabajo. Hubo un tiempo en el que nos veíamos frecuentemente en los programas de radio de Luis Del Olmo. Brutalmente tratado por la izquierda sesgada, por la «Caverna Paracuellos» del periodismo español. Paracuellos, mal nombre para don Ricardo. Allí asesinaron a su padre. Invirtió muchas horas de su vida en desenmascarar a los principales responsables del genocidio. Largo Caballero, Galarza, y fundamentalmente, Santiago Carrillo. Estudioso apasionado del la Restauración, el carlismo, Fernando VII, Alfonso XII e Isabel II. Se confunden los que le tildaron de «historiador franquista». Se limitó a interpretar el franquismo desde la serenidad y la documentación, no desde el odio y la revancha.

Era un gran conversador. Sabía oír, y lo que es más importante, escuchar. Cuando lo que oía se le antojaba una estupidez, toda su vehemencia explosionaba. Respetuoso con quienes lo respetaban, generoso con quienes le brindaban su generosidad, ácido con los portadores de vitriolo y desdeñoso con los incultos e indocumentados. «A ver, muéstreme el documento que demuestra que esa barbaridad que ha dicho, no es una barbaridad». Su archivo intelectual era devastador para sus adversarios.

Escribió más de cien libros de Historia, y agradecía las interpretaciones críticas, siempre que se apoyaran en el buen estilo. Porque don Ricardo jamás soportó la grosería, los malos modos y la miseria antiestética. Era un señor que se movía con decenas de miles de documentos en su cabeza. Leí recientemente una divertida sentencia de don José María Pemán referida al barón de Segur, padre de José Luis de Vilallonga. Decía más o menos lo que sigue: «Entre su chaqueta azul tan perfecta, su corbata tan bien anudada y sus ajustados pantalones se comprende que al barón de Segur no le quepa ninguna idea». A Ricardo le salían las ideas de todas partes. Y con independencia de los entusiasmos y los desaires que provocaba, era un español rotundo, un patriota, un enamorado –a pesar de los desastres que tan bien conocía a través de los documentos–, de España, a la que sirvió sin descanso desde su verdad.

En determinada ocasión hice uso de una información privada refiriéndome a un documento de gran importancia histórica que Ricardo De la Cierva no conocía. Me persiguió durante meses para que se lo mostrara. No lo pude hacer, porque aquel documento pertenecía al archivo de Don Juan, y éste había fallecido. Don Juan me lo hubiera facilitado, pero le indiqué a Ricardo el camino para conseguir una copia. «No me lo quieren enseñar», me dijo al cabo del tiempo. Y años más tarde, en la puerta de la librería especializada en Historia que administraba su hijo Ricardo, insistió: «Ese documento es importantísimo y cuando salga a la luz estaré muerto». Porque su rigor le impedía aceptar como cierto lo que no se sostenía desde un papel.

Trabajo aparte, le hurtó tiempo a la vida para ser un hijo leal, un marido y padre ejemplar, un abuelo entregado, un ministro descontento, y un sabio escéptico. Y sobre todo, un español modélico que se ha llevado el archivo que guardaba su inteligencia, aunque nos haya dejado su obra. Donde esté, habrá abrazado a su padre. Y donde esté, no se habrá encontrado con Santiago Carrillo.