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Dos libros y un niño

La Razón
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El otro día, en Manhattan, compré varios libros. Una bonita edición de «El origen de las especies». El segundo volumen de las memorias de Richard Dawkins, «Brief candle in the dark», que homenajea desde el título aquel otro de Carl Sagan, y que tenía atrasado. También «Here we are». El libro luminoso, infantil aunque eso resulta matizable, que el bueno de Oliver Jeffers, vecino mío aunque él no lo sepa, ha escrito e ilustrado para explicarle a su hijo de qué va esto. El mundo. La vida. Ya saben. Quiere la casualidad que pocos días antes el admirado Dawkins respondía a una pregunta del New York Times. ¿Qué mensaje lanzaría al espacio si nuestro planeta tuviera las horas contadas? ¿Cómo resumiría a los extraterrestres la belleza que contuvo? Su respuesta, sucinta y terrible, va de la fotosíntesis al código genético, que usa las mismas cuatro letras para deletrear todos los organismos conocidos, desde la mosca de la fruta a la ballena azul. Dawkins cierra con la decepción por no haber logrado la Teoría del Todo antes de que el apocalipsis nos liquidase. Una teoría que permitiría comprender «el origen de todas las cosas, incluido el tiempo». «Quizá vosotros ya la tengáis», añadía, «Una de nuestras congojas es que perecimos antes de encontrarla». Para que a mi hijo, que tiene dos años y medio, no le resulten ininteligibles cuando crezca las reflexiones del profesor Dawkins le voy mostrando maravillas como el libro de Jeffers, dedicado a ese planeta azul rodeado de satélites y naves espaciales rojo chillón. Con vertiginosas montañas, desiertos achicharrados, volcanes de lava y fuego y arcoíris y tormentas sobre las sabanas de unas ilustraciones gloriosas. Con las profundidades de un mar oscuro que cobija tiburones y medusas, peces abisales y rayas, belugas y narvales, pingüinos perdidos y pecios surcados por las sardinas, con peces globo, lampreas, pulpos de inteligencia prodigiosa, cangrejos ermitaños, corales iridiscentes y esponjas de mar. Jeffers también pinta la visión del cielo nocturno. El cableado del cuerpo. Gente que come pizza, bebe agua y se calienta las manos en mitad de Monument Valley. Su libro, entre otras cosas, dibuja personas en muchas tallas y colores. A continuación añade que, más allá de ornamentos superfluos y otras danzas regionales, somos idénticos. Dedica dos páginas a retratar toda clase de animales. Incluido el pobre dodo, que se disculpa por estar ahí, y el guacamayo, que reivindica sus poderes de oratoria. Está la lámina con la pradera, en la que todo circula despacio. Y la otra del puente de Brooklyn, repleta de gente asomada en las ventanas, trasatlánticos frente a los rascacielos, coches al galope y helicópteros, y acompañada por la evidencia de que conviene usar bien tu tiempo, pues «Se habrá ido antes de que te des cuenta». En fin. Todo padre desea que su hijo cometa menos errores. Que sea feliz. No se me ocurre mejor receta que fomentar la curiosidad intelectual, el asombro ante la realidad, el aborrecimiento del dogmatismo y la empatía con el prójimo. Ojalá Jeffers, y más adelante Dawkins, lo animen en el empeño.