Francia

El abandono de la política

La Razón
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Europa está salvando los muebles en el último minuto de la prórroga. El triunfo del Sr. Emmanuel Macron ha aliviado a todos los observadores, pero la Sra. Marine Le Pen ha quedado como segunda fuerza, el Sr. Geert Wilders casi gana en Holanda y en Alemania la ultraderecha está despuntando por primera vez desde 1945. Esto no significa que la civilización haya ganado a la barbarie, el descontento sigue ahí y el riesgo también y si la democracia no es capaz de conciliarse con el bienestar social de la mayoría, acabará llegando ese mal día.

La emergencia de populismos no es un fenómeno exclusivo de la Europa Central. Pensar que España, Italia o Grecia están a salvo de estos movimientos es infantil. En el fondo, la expresión de protesta tiene el mismo origen, la diferencia es que en los países mediterráneos las políticas de recorte han sido el soporte para los populistas de izquierda y en Alemania u Holanda han intervenido factores nacionalistas y xenófobos, en Francia se han fusionado ambos y la Sra. Le Pen se ha nutrido de diferentes estratos sociales.

Si Europa no es capaz de reeditar un gran Pacto Social, como el de los años cincuenta del siglo XX, la democracia no encontrará acomodo en las economías neoliberales. La manera que ha tenido el viejo continente de salir de la crisis choca contra la doctrina económica: recortes de gasto público, en un momento de caídas de la producción, es como poner un lastre en los pies a un nadador cansado. La sociedad está peor, pero no identifica bien el origen. No es tan difícil influir en la opinión pública, encontramos noticias a diario que indican, por ejemplo, que el crecimiento de más del 3% del PIB español del año pasado o el previsto para el 2017, es el resultado de las políticas de austeridad. De esta manera, se alimenta el mantra de que solo se progresa económicamente perdiendo bienestar las familias. Nada más lejos de la verdad, precisamente los crecimientos económicos han venido de la mano de la flexibilización de las condiciones de déficit de las autoridades europeas. Entonces, ¿por qué un crecimiento del 3,2% no se ha traducido en menos descontento social? La respuesta es evidente: las familias han perdido capacidad adquisitiva, los salarios se han recortado drásticamente, la estabilidad laboral ha disminuido y las necesidades a cubrir son las mismas. Como media, en Europa, los países dedican el 10% del PIB a las funciones tradicionales del Estado, como seguridad interna y externa o infraestructuras y entre un 25% y un 35% a los nuevos derechos que provee el Estado Social del siglo XX.

Este último gasto se reparte en educación y sanidad y la otra mitad en transferencias para la cobertura de determinadas situaciones de los hogares, tales como pensiones o desempleo.

La discusión sobre el futuro de estas prestaciones está mal enfocado, se ha cimentado sobre si es sostenible o no, pero debería ser acerca de cómo hacerlo sostenible, en otro caso, lo que haríamos sería debatir sobre si nos podemos permitir una democracia y eso es inaceptable. Cómo hacerlo sostenible e, incluso, cómo aumentar su cobertura con los mismos recursos es el reto. Para ello hay que responder preguntas tales como: si deberían las empresas que despiden más pagar más que las que no lo hacen, o si habría que adecuar el coste de algunos servicios a la renta de los beneficiarios. Sin embargo, solo se cuestionan las migajas, como el mantenimiento de la renta mínima, que representa menos del 1% del PIB. Pero la cuestión de fondo es si existe suficiente capital humano en política para acometer esta gran reforma del siglo XXI, porque los mejores, por unas u otras razones, han ido abandonando la actividad pública, día tras día.