Alfonso Ussía

El agua asesina

La Razón
La RazónLa Razón

Nicolás Maduro ha defendido a sus guardias bolivarianos. Define su actuación en estas últimas semanas de «heroica». Ahora entiendo el motivo del silencio en el Vaticano. Ni él ni sus guardias, ni sus cubanos asimilados, ni sus generales narcotraficantes, han tenido que ver con la muerte de 76 manifestantes en las calles de las ciudades de Venezuela. La mayoría, jóvenes, víctimas de disparos de espectacular precisión. Orificios en la cabeza, en la nuca, en el pecho... Después de las dolientes y sentidas palabras de Maduro, la confusión es total. Dice Maduro que sus guardias no han asesinado a nadie. Que las armas de fuego y las escopetas de perdigones están prohibidas. Y que sólo se han autorizado para dispersar a los manifestantes, los cañones de agua y esos «gasecitos lacrimógenos». La culpa de los 76 asesinatos la tiene el agua, porque los gasecitos lacrimógenos, como su nombre indica, se limitan a irritar la vista de los que reciben sus caricias y provocarles arroyos incontrolables de lágrimas. Si los guardias de Maduro no pueden disparar y sin hacerlo, cumpliendo estrictamente las órdenes de su presidente, han conseguido que mueran 76 inocentes, a nadie hay que acusar exceptuando al agua.

¿De dónde viene el agua que surge a plena presión de las tanquetas? Venezuela, en su Guayana, es un prodigio de aguas diversas. Las del Orinoco que bajan desde Ciudad Bolívar al Caribe venezolano. El agua del asombroso Salto de Ángel, que a primera vista parece clara, transparente y sin munición balística. El agua rompiente y sepia del Caroní, que arrastra esquinas de selva, madera y minerales. El agua del Caroní, por oscura, sí puede llevar armas en su media profundidad, como la de Canaima, pero de ahí a dispararlas con tanta pericia y puntería, hay larga distancia. Agua del Maracaibo, rica en petróleo que no en balas. Es de buena educación creer a Maduro, y si Maduro ha asegurado que sus guardias heroicos se han limitado a soltar agua y gasecitos lacrimógenos contra la ciudadanía que pide la recuperación de las libertades en Venezuela, ¿quién es el responsable de los asesinatos, que ya van 76, y que todavía son pocos para que el Vaticano retire su apoyo al plan de diálogo propuesto por Zapatero?

Hace días no entendía el silencio de la Santa Sede, pero con posterioridad al análisis minucioso de las palabras de Maduro, se comprende su sabia prudencia. El agua asesina ha matado a 76 inocentes en Venezuela, y alguien será el responsable. Un agua tiradora, que apenas yerra sus disparos, que elige entre los manifestantes a estudiantes y violinistas, a menores de edad y mujeres valientes. Un agua con muy refinado sentido de la elección de las personas a abatir. El poeta Monedero lo reflejaría de esta guisa en cualquiera de sus poemas del Orinoco. «Le atravesó el corazón/ con la manguera del agua». Y sería verso errado, porque no es la manguera la que mata en Venezuela, sino el agua misma, el líquido elemento, el oro transparente y dulce del agua. Porque el agua salada nada tiene que ver en este asunto. Las balas en la mar hacen muy pronta roña.

Me pregunto qué puede suceder en Venezuela si una mañana, de levantada con el pie izquierdo o de sueño interrumpido, Maduro ordena disparar contra los manifestantes. Si el agua ha asesinado a 76, ¿qué harán las balas? Entonces sí. Será el momento de olvidar las enérgicas repulsas y las cobardes prudencias y actuar en beneficio de la libertad que ha sido pisoteada en Venezuela. Y no me malinterpreten. Si el agua de Maduro ha matado a 76 inocentes, los organismos internacionales, con la inútil ONU a la cabeza, pueden enviar a Venezuela un contingente de paz con mangas de riego como única arma de disuasión y defensa. Agua contra agua. Y a ver qué tipo de agua vence. Si el agua de la libertad o el agua de la opresión. Si el agua que defiende a los jóvenes o el agua que los asesina. Interesante dilema hidrológico, hidrográfico, y sobre todo, hidrosoluble.

Y nadie le dice nada.