Golf

El árbol de la vida

La Razón
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Como un clavel reventón, Sergio García. Apuntaba maneras en 1999, babeaban los gurús del golf con él por aquel golpe en Medinah que un árbol convirtió en eterno. Pero no hubo más. Rozó el poste en varias ocasiones, coqueteó con los «Majors» y con la miel en los labios regresaba a casa torneo tras torneo mientras la leyenda del niño de las estrellas recelaba sólo en niño, «El Niño”».

Que idolatraba a Severiano Ballesteros y quería ser como él. Siempre le tuvo presente más allá del vestidor con las dos chaquetas verdes de Augusta (1980 y 1983). Maduró con las de Chema Olazábal (1994 y 1999) y creyó en sus posibilidades, poco a poco desbordadas por la fatalidad, por la presión, por una mala elección o por un hoyo tan lejano como diminuto que le negaba el emboque salvador. Sergio tenía hambre, pero le faltaba puntería, y suerte.

Dice mi admirado Schuster que Cristiano Ronaldo mete menos goles porque no tiene el apetito voraz de antes. Discrepo. Cristiano se comería las porterías con redes y todo si acertara a descubrir su situación geográfica. Pero se obceca, más incluso que los porteros, empeñados en amargarle la tarde. Tiene hambre, como Sergio García, quien, como dice Víctor, su padre, en Augusta se ha quitado una pesadísima carga de encima. Ya ha ganado un «Major», ha conseguido pisar la cima de los grandes, puede que ahora todo sea más fácil porque, como él mantiene, este ha sido el triunfo de «la calma». Serenidad en los momentos difíciles, abstracción frente a las bolas complicadas, fe inquebrantable en el instante definitivo y la chaqueta verde en su armario. Dieciocho años después, el árbol del golpe asombroso es el de la vida de Sergio, menos poético que el de Terrence Malick, pero mucho más convincente.