Enrique López

El buen gusto

La Razón
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Hace un año, las juventudes del partido liberal sueco propusieron la legalización del incesto entre mayores de 15 años y la necrofilia, previo consentimiento de la persona antes de fallecer, pretextando una de sus representantes «Entiendo que la necrofilia y el incesto puedan ser consideradas como inusuales y repugnantes, pero la legislación no puede basarse en que sean repugnantes». Responsables del partido manifestaron rápidamente su repulsa ante tamañas barbaridades, calificando las mismas de imbecilidades. El tema en concreto requiere poca argumentación, pero la cuestión que quiero abordar va más allá y es si realmente se pueden abrir debates sobre todo o existen temas de los que no se debería hablar. En un sistema democrático parece que todo está abierto al diálogo siempre que se haga con respeto y sensibilidad, pero la cuestión es si debe haber temas que por su naturaleza, por su trasgresión y desprecio a los derechos fundamentales o por atacar las mínimas bases de la dignidad humana se deben excluir del debate público y, sobre todo, del derecho a la libertad de expresión. La libertad de expresión es la piedra fundamental de la democracia y debe entenderse como un derecho individual colectivo, en el que se evidencia una estrecha relación con la libertad de opinión y la libertad de información. Como decía Mark Twain, «es por la gracia de Dios que, en nuestro país, tenemos esas tres preciosas cosas impronunciables: libertad de expresión, libertad de conciencia y prudencia para nunca practicarlas». A lo que yo reconvendría que lo que se debe tener es prudencia en su ejercicio. Hay temas que, por su naturaleza, y al margen de no se deba prohibir su exposición, rápidamente el común de los mortales debería calificarlos como de imbecilidades y someter a sus proponentes al extrañamiento intelectual, porque el ejercicio de este derecho no puede obligar a una sociedad a soportar gansadas que en la actualidad proliferan en las redes sociales. Pero el problema es cuando el debate lo proponen algunos responsables políticos que, olvidándose del adjetivo, tratan de sacudir a las sociedades con sus peregrinas ideas que de vez en cuando lanzan al escenario público para abrir debates, so pretexto de que se puede hablar de todo. Detrás de estas prácticas a lo largo de la historia nos hemos encontrado con ideologías que asumiendo esta máxima libertaria lo primero que imponen cuando alcanzan cuotas de poder son restricciones a la libertad de expresión y de prensa con la creación de órganos de control de los medios de comunicación, bajo el pretexto de garantizar la independencia y objetividad, lo cual abre espacios peligrosos de control que ahogan la libertad de prensa. La libertad exige responsabilidad en su ejercicio, pero nunca el sometimiento a un control por los poderes públicos. Decía Barenboim que un límite a la libertad de expresión debe ser el buen gusto, y no le falta razón, pero para ello habría de educar a la sociedad en el buen gusto y no en la zafiedad que domina gran parte del debate público.