Inmigración ilegal

El cabreo de los corderos

La Razón
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En días como hoy, abrumado por las noticias que llegan de Alemania, tengo la sensación de que caminamos hacia el precipicio. Y lo hacemos inermes y moralmente gratificados. No es algo inédito en la historia de la civilización. Les pasó a los romanos, que vivían orgullosos de su Vía Apia y sus legiones y amanecieron en manos de los bárbaros, que no sabían leer ni les importaba. El número de víctimas inocentes y la intensidad de la violencia que sufre Europa son una brizna comparadas con las que padecía el Viejo Continente hace escasas décadas, pero nuestra sociedad se ha hecho opulenta, cómoda y suave y no soporta el dolor. Quizá suene apocalíptico, pero si continúa instalándose la idea de que nuestros políticos no hacen nada efectivo para frenar el mal, no tardarán en emerger triunfantes de las urnas populismos de lo más soez y peligroso. Si hubiera mañana elecciones, Merkel se llevaría un tremendo revolcón, al igual que Hollande y otros. Cuando ocurren sucesos como el de ese chaval afgano que apuñalaba pasajeros en un tren o el del trastornado sirio que intentó meterse en un concierto con una mochila explosiva e incluso después de masacres como la de Bataclan o Niza, el mantra que hay que repetir si te dedicas a la política o el periodismo es que el islam es respetable y que la mayoría de los musulmanes son gente de paz, que rechaza el terrorismo yihadista. No voy a decir lo contrario, pero no se puede pasar por alto que los autores de casi todos los grandes atentados de las últimas dos décadas han perpetrado sus masacres invocando el nombre de Alá y que son un fenómeno raro las manifestaciones callejeras de seguidores de Mahoma condenando a los fanáticos. Esa falta de reacción comunitaria, envuelta en una casi nula colaboración con la policía para detectar a tiempo a los malvados, así como la actitud y los gestos de nuestros dirigentes, es lo que tiene que cambiar, si no queremos seguir en esta lamentable cuesta abajo. Hay que modificar las reglas. Aquí no ocurre nada, por el momento, pero terminará pasando si nos empeñamos en que lo correcto es pedir permanentemente perdón por supuestos pecados del pasado. No se puede cerrar la puerta a quien huye del espanto, pero recibir al inmigrante mirando al suelo, no exigir que asuma tus valores y claudicar en aras de la tolerancia, estimula –como en Francia, Bélgica, Holanda o Alemania– que muchos de los que llegan no se integren jamás. Y encima nos odien a muerte.