Reforma constitucional

El cinéfilo

La Razón
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Cada vez que Pablo Iglesias decide enfatizar un buñuelo de viento se hace ladear por la guardia pretoriana de turno y avanzan abarcando todo el ancho de un pasillo con paso decidido y la ensayada gestualidad ceñuda de quienes se disponen a tocar las trompetas ante las murallas de Jericó, aunque, ya ante la Prensa, soplen un caramillo. Es una secuencia estudiada que remite a los hermanos Dalton, orilleros dentro y fuera de la ley, entrando amenazantes a la calle central del poblado entre la oficina del Sheriff y el Saloon, porque nuestro «Conducator» es un apasionado cinéfilo, estudioso de la filmografía política de la que extrae la mayoría de sus recursos, incluido el tiro corto, legionario, de sus pantalones, calzados por el pubis que alargan su tronco y virilizan aún más su indiscutible condición de macho alfa. Su inacabable fe de vida académica está salpicada por la fiebre del cinéfilo. Nuestras generaciones no las separan los años, sino las experiencias de los nacidos en dictadura o democracia, que solo podríamos tener un punto de encuentro en aquel cine «Doré» y sus impagables ciclos a la hora del almuerzo. Seguro que Iglesias estudió a Griffith y su «Nacimiento de una nación», tan reaccionaria; y la repetición posterior «ad nauseam» del carrito de bebé en la escalera, de Eisenstein, menos soviético de que lo que se cree. Se ignora si su cinefilia llega hasta Ozu, padre del cine japonés, y se pude aventurar su desdén por John Ford quien en «La diligencia» estableció los caracteres del «western». Peor resulta que nuestro cinéfilo despache «Lolita» de Kubrick como el poder femenino ante el heteropatriarcado y no como la seducción fatal de las ninfas sobre maduros desequilibrados. Eso ocurre por analizar unidimensionalmente el cine, incluso el decididamente politizado de Costa Gravas con Semprún o de Tomás Gutiérrez Alea. Como en «La rosa púrpura de El Cairo», de Woody Allen, Iglesias y su elenco abandonan la pantalla e interactúan con un público crédulo de la magia cinematográfica. Lo establecido era llevar la política al cine pero en una vuelta de tuerka el cinéfilo lleva años rodando sus películas como programación política en sesión continua. La última su moción de censura sin candidato, propuestas y fundido en negro. Peores peliculeros han ganado un Goya.