Reforma constitucional

El ejemplo de «Belgistan»

La Razón
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No deja de resultar significativamente paradójico en el siempre renqueante Estado belga el hecho de ser al mismo tiempo miembro fundador de la Unión Europea y permanente bomba de relojería amenazando con hacerla saltar por los aires. El hoy tan cacareado garantismo de la legislación en este país tiene en realidad mucho que ver con una fragilidad institucional que prácticamente da por inevitable a la vuelta de cualquier esquina su secesión territorial. Tal vez por ello líderes del soberanismo flamenco, algún irresponsable miembro de su actual gobierno y puntuales medios de comunicación contemplen con cierta normalidad la pregunta a propósito del grave desafío independentista catalán: ¿qué hay de malo en que antes de agrietarse la Unión Europea por tierras de Flandes lo haga en un Estado del sur? Al fin y al cabo no tendría que ser tan gravosa para los ricos del norte una especie de nueva Andorra en el Mediterráneo.

Bélgica vive una auténtica división no sólo entre sus políticos sino sobre todo en la calle. Unos hablan francés, los otros neerlandés, valones y flamencos ni ven las mismas televisiones ni las mismas películas, ni leen los mismos libros. Están divididos por una frontera lingüística y cultural que ya es una realidad tan palmaria como que ni siquiera se celebran prácticamente matrimonios mixtos. Es tal la desconfianza creciente en los últimos años que el estado –un estado europeo que no duda en lucir «pedigrí» democrático– no ha dejado de despojarse de competencias reforma tras reforma. El libro «Belgistan, laboratorio nacionalista» del periodista Jacobo de Regoyos, uno de los corresponsales decanos en Bruselas cobra en estos días una especial vigencia como una de las mejores obras escritas por un informador a pie de obra en la capital belga para comprender el fenómeno nacionalista en Europa. Jacobo retrata como nadie la relación imposible entre dos comunidades que solo se profesan mutua desconfianza y donde surge una realidad en la que no hay reparo alguno en incumplir la legislación europea tratando casi como inmigrantes a miembros de la otra comunidad y mermando el sistema federal. No viene mal la observación de lo grotesco en casa ajena precisamente para poder detectar lo que de manera lenta pero evidente se viene incubando dentro de la propia casa.

Pues bien, este es el Estado socio de España en la UE desde el que algunos pretenden ponerse dignos y establecer cuarentenas sobre la salud de la democracia española. El estado cuyo primer ministro pedía hace días «diálogo entre Madrid y Barcelona», el estado en el que un ministro se ve obligado a desautorizar a otro por cuestionar la limpieza de la actuación de nuestra justicia contra quienes han pretendido romper el país. Es en Flandes donde Puigdemont pondrá una primera pica, no tanto para conseguir su sueño de romper España, como para evidenciar que la ruptura de la UE puede ser una realidad de permitirse a los iluminados del nacional-populismo campar a sus anchas. Si Bruselas es el corazón de Europa, parece que tiene un soplo.