Alfonso Ussía

El estornino diabólico

La Razón
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Paloma Gómez Borrero mandaba en la Santa Sede sólo un poquito menos que el Papa. Y consiguió una serie de entrevistas con un cardenal nada aficionado a ellas. La Iglesia usa de tarjetas de visita muy confusas, pero el cargo de aquel cardenal, a la pata la llana, era la de jefe de los exorcistas. Paloma preguntaba y escribía, y poco a poco el cardenal se rindió ante la insistencia de la gran periodista, que apuntaba las respuestas de Su Eminencia en un cuadernillo de tapas azules. Unos apuntes rápidos y desordenados. Un día, el cardenal se lo advirtió: –Paloma, se está usted metiendo en un terreno oscuro y peligroso–.

En el pequeño despacho de su casa romana, ya finalizada la serie de entrevistas, Paloma ordenaba sus notas. Mayo a punto de vencimiento y calor. Su ventana estaba abierta. Ella, siempre meticulosa, pasaba a limpio sus notas sobre el Diablo y su afición a ocupar cuerpos humanos. Roma es una ciudad dominada desde el Cielo por Dios y los estorninos. Millones de estorninos nublan el sol cuando se reúnen. Así que uno de ellos entre los millones que vuelan sobre Roma, se introdujo en el despacho de Paloma. Las aves siempre miran igual, como los peces, y no tienen ánimo. Aquel estornino se posó en la estantería de la biblioteca de Paloma y ahí se detuvo, observándola. Paloma, instintivamente, abandonó su despacho, clausuró la puerta y reclamó la presencia de su marido, que estaba viendo la televisión. –Tengo un pájaro en mi despacho que me mira–. Su marido le preguntó si la ventana se mantenía abierta. –Sí, no la he cerrado. Ayúdame a espantarlo–.

Abrieron la puerta, sigilosamente. El estornino no estaba en la estantería. En su vuelo por el despacho había chocado con la pared, dejando dos pequeñas manchas de sangre. Pero afortunadamente, había volado. La sorpresa de Paloma es que también habían volado, desaparecido, su cuaderno azul y los folios en los que escribió a partir de sus apuntes. El estornino se los había llevado consigo. Los robó de la mesa.

Paloma llamó al cardenal exorcista. Y le narró lo sucedido. – Ya le advertí que estaba pisando un terreno oscuro. A Él no le gustan estas cosas-. ¿ÉL?, preguntó Paloma. –Sí, Paloma, Él. El Ángel maligno, el Diablo, no es aficionado a la publicidad–. Y Paloma se asustó aún más cuando oyó la voz del cardenal, después de unos segundos de silencio. –Me ha dicho que ha dejado dos manchas de sangre en sus paredes. Analícelas-.

Paloma consiguió que un analista amigo se presentara en su casa. Con una espátula punzante se llevó, junto al yeso, varias muestras de la sangre del pájaro, ya seca. A las pocas horas llamó por teléfono. –Paloma, la sangre no es de estornino. No es de ningún ave. Es sangre humana–.

Le he oído a Paloma Gómez Borrero narrar esta historia decenas de veces. Cuando mi mujer viajaba a Roma siempre era cobijada por Paloma en su casa. Y ha visto el despacho, que mantenía los dos pequeños desconchones en la pintura provocados por la espátula del analista. Podría haber oído la historia y la experiencia de Paloma con el Ángel Caído en muchas más ocasiones, porque su expresividad al narrarla, siempre envolvía e interesaba. Poco a poco resumió la experiencia e hizo lo posible para olvidarse de ella. No lo consiguió.

Cuando pienso en Paloma en los altísimos espacios, me la figuro rodeada de ángeles oyendo su historia. La del estornino romano que entró por la ventana de su despacho para llevarse el cuaderno de los apuntes del Diablo.