Enrique López

El final del camino

La Razón
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El proceso independentista llega a su fin, fin en la acepción de punto final, que no de objetivo. Las Instituciones democráticas van a cumplir con sus obligaciones, y sobre esto, no cabe duda alguna. El Estado de Derecho en España tiene la suficiente fuerza e instrumentos como para dar respuesta adecuada a tamaño desvarío. Ahora bien, constatado que el referéndum no se va a poder llevar a cabo, deben ser analizadas las consecuencias, y el coste que ha tenido esta aventura, puesto que, aunque no se consiga el resultado final pretendido, se han ejecutado pasos que por sí mismos pueden generar responsabilidades legales, responsabilidades que encontrarán su causa en una grave irresponsabilidad en el actuar de algunos, en el propio pecado irá la penitencia. Lo grave, amén de las consecuencias legales a que haya lugar, es como se ha jugado con un Pueblo, con la gente en definitiva, a la cual se la ha pretendido embarcar en una falaz peripecia, y todo ello sobre la base de mentiras y más mentiras; desde el «España nos roba», hasta que una Cataluña independiente se mantiene en la Unión Europea. En este proceso también se han concitado frívolas bromas, y así, llama la atención, aunque solo sea una anécdota, como un pretendido país independiente no aspira a crear una liga profesional propia como en Holanda o Bélgica, sino que se insinúa que por ejemplo el Barça jugará en la liga española o en la francesa, como si se tratara de Andorra o Mónaco, todo un disparate, pero cuando se construyen países en el aire la imaginación es libre. Golpe de estado, ataque a la democracia, insumisión, etc.; muchas son las expresiones utilizadas para definir lo acontecido, pero en mi opinión, y sin que ello suponga grado alguno de banalización o frivolidad, estamos ante una mascarada, un desfile de gigantes y cabezudos, una especie de carnaval, que como todo este tipo de acontecimientos tiene un final, y cuando se baja el telón, todo el público se va a su casa a seguir con sus vidas. Pero no por ello podemos olvidar la tensión generada, la preocupación que se ha apoderado de tanta gente de bien, así como la necesidad del empleo de esfuerzos colectivos provocados por el nacionalismo radical catalán. Este nacionalismo ha mostrado su peor rostro, el más extremista y fanático, un nacionalismo que ni siquiera supo llorar por las víctimas de los terribles atentados de Barcelona. El nacionalismo encuentra su razón de ser en la atribución de una entidad y singularidad propias a un territorio y a sus ciudadanos, sobre lo que se asientan aspiraciones políticas de carácter muy diverso, pero cuando a esta definición le añadimos el calificativo de radical, torna en un sesgo totalitario, donde a aquel que no está de acuerdo con sus postulados, en Cataluña como mínimo la mitad de la población, es considerado enemigo de la patria. Esta sinrazón en un marco como el actual resulta además de estridente, totalmente extemporánea, amén de innecesaria. Decía Borges que «el nacionalismo sólo permite afirmaciones y, toda doctrina que descarte la duda, la negación, es una forma de fanatismo». Razón no le falta.