Joaquín Marco

El fondo de la cuestión

La Razón
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Estamos viviendo unos momentos históricos apasionantes gracias a los cuales el problema europeo hubiera podido retornar a sus verdaderos cauces. La vieja y nunca emprendida tarea de la Europa federal tendría que estar de nuevo sobre la mesa. Sin embargo, poco cabe esperar de las tensiones que deberían sentir los europeos en su conjunto y no solo los griegos. Aquella idea primigenia de los fundadores, basada en la economía y el comercio, buscó de hecho acabar con las consecuencias de las dos graves luchas fratricidas europeas del pasado siglo. La Comunidad Europea había de convertirse en un gran referente mundial y democrático, un ámbito de libertades, prosperidad y desarrollo. Pero aquel germen inicial pasó a calificarse poco más tarde como la Europa de los mercaderes y éstos han acabado tomando las riendas. La crisis que estamos soportando estos años con tanta resignación ha evidenciado los numerosos errores en el diseño de muchas instituciones europeas. Las ideas primigenias de democracia y Europa proceden de una Grecia que ya poco tiene que ver, pasados tantos siglos y avatares históricos, con quienes forjaron la civilización helena, cuna de Occidente. Sin embargo, Grecia entró a formar parte de la UE y en el ámbito del euro antes que otros países y con trampas y engaños que fabricaron en buena medida quienes hoy intentan volver a rescatarla en un indefinido bucle de rescates de nunca acabar. Es seguro que el Gobierno griego debe emprender las reformas internas imprescindibles para modernizar el país en su sistema impositivo y en fórmulas que le permitan un crecimiento sólido. El desplante de Syriza al no pagar a su tiempo el plazo de la deuda al FMI ha permitido acentuar el orgullo nacional. Los griegos, ante la opción de los nuevos recortes, se han sentido cansados, humillados y han perdido muchas de sus esperanzas. Tsipras decidió consultar al pueblo mediante referéndum retomando la antigua tradición democrática del ágora. Es el pueblo quien decide, pero no como en la Antigüedad, cuando los esclavos no tenían lógicamente el derecho al voto y tampoco las mujeres. No existían órganos de opinión tan decisivos como la televisión o los periódicos ni otras técnicas de comunicación y propaganda que hoy se hallan a disposición de cualquier ciudadano. Pero el pasado miércoles Grecia aceptaba ya gran parte de las «recomendaciones» de los acreedores, aunque mantenía la consulta. Tal vez quede un cierto sustrato de la tragedia griega en el comportamiento de su clase política, que Alemania no acaba de entender. Pero tras la espectacular traca final del puñetazo en la mesa o referéndum, se acaba una parte del tiempo, pero la dramatización prosigue, porque el espectáculo tiene también sus tiempos y en la política hay mucho de representación. El tiempo de Tsipras concluye tras el resultado, sea el que sea, de la consulta popular. Las autoridades europeas que defienden más recortes y aplazan el crecimiento han optado públicamente por el sí. Han dado de este modo, sin desearlo, nueva munición para que los ciudadanos puedan inclinarse por el no. Pero tampoco en este caso ello supondría la expulsión automática de Grecia de este paraíso privilegiado (o así lo entienden algunos) que supone la eurozona. No parece que los griegos pretendan abandonar Europa, como algunos han proclamado. La consulta, mal le pese a Juncker, no trata de eso, pero alargar aún más las negociaciones menguaba la credibilidad en el seno del gobierno griego y acentuaba la sensación de regateo que hubiera podido ser interpretado por los ciudadanos como un menosprecio, como lo es de hecho cuando son los prestamistas quienes dictan las formas de vida del conjunto de los ciudadanos de cualquier país. Los rescates que tan generosamente han aplicado las autoridades comunitarias (y no sólo en Grecia) han ofendido sentimientos nacionales. Durante la crisis se ha incrementado el euroescepticismo y aquel orgullo de sentirse europeo puede haber quedado relegado, en algunos países, al baúl de los recuerdos. Tenemos ante nosotros, ahora mismo, el desafío británico que pretende abandonar el club, pese a conservar su propia moneda y sus signos de identidad. El problema que presenta la situación griega debería evidenciar los problemas, algunos fundacionales, de las instituciones. Ya no vale tan sólo la reiterada fórmula de que los países deben pagar sus deudas, porque éstas deben ser analizadas con cierta sensatez. La Europa que denuncian los griegos muestra signos de superioridad, de insolidaridad y de insensibilidad social. En Grecia los jóvenes desempleados superan el 55%, las pensiones han sido recortadas drásticamente, así como los sueldos. El país ni crece ni tiene esperanza de hacerlo de mantenerse en las políticas que se han seguido hasta hoy. Podemos también concluir que aquella Europa de las dos velocidades de la que se habló durante algún tiempo hace inviable una de las dos. Tal vez una de las dos Europas ha de helarte el corazón, habría escrito Antonio Machado. Los problemas se acrecentarán una vez celebrada la consulta, aunque se mantendrá la tensión mientras no finalice el «corralito». Si Tsipras y Syriza no abandonan el poder, volverán a ser los mismos interlocutores los que deban sentarse alrededor de la misma mesa con los mismos representantes del Eurogrupo que volverán a plantear los mismos tijeretazos. El BCE tal vez deje de apoyar al Banco central griego y, en consecuencia, al conjunto de los bancos con lo que podría obligarse a Grecia a pedir, contra su voluntad, el abandono de la eurozona y la quiebra de su economía. Éste sería, sin duda, el peor de los escenarios para los griegos y para el conjunto de Europa y no sólo por sus consecuencias económicas globales. Grecia es mucho más que una economía en crisis: es nuestro origen y, a la vez, una zona geoestratégica fundamental en todos los sentidos. No sabemos si la Sra. Merkel seguirá con los brazos abiertos la semana próxima, ni lo que decidirán los griegos, pero esta crisis –que debería resolverse cuanto antes favorablemente y sin humillados– pone en cuestión la imperiosa necesidad de avanzar en la consolidación de una Europa más unida, algo que a los mercaderes no les importa. La actitud de los dirigentes helenos acentúa en este último acto la dramatización del camino hacia el dracma.