Historia

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El gordo

La Razón
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Cuando Otegui era terrorista activo le decían «el Gordo». No lo era, pero se adivinaba que lo sería en el futuro. Hay motes que se adelantan a los acontecimientos y otros que rinden homenajes a los ayeres. También los hay que se ajustan estrictamente a la actualidad. En San Sebastián llamábamos a un tipo «Gaviota», porque era tonto de lejos y de cerca, idiota. «Gaviota», del que las mujeres huían atemorizadas cuando lo reconocían a corta distancia, apareció un día del brazo de una rubia despampanante, inteligente, divertida y con gran sentido del humor. «Gaviota» la había conquistado. Se me olvidaba aportar un dato. El «Gaviota» estaba forrado y era hijo único. A los 18 años, en el «Bar Pepe» de San Sebastián, se zampaba de aperitivo cuatro pinchos de langosta, a 500 pesetas la pieza. Jamás invitó a nadie, e hizo bien, porque sabía lo del mote. Pero aquella aparición del brazo de tan maravillosa mujer nos descentró al grupo de amigos que pretendíamos, sin éxito, vivir de gorra a costa del «Gaviota». Era asturiana, y en su tierra le pusieron de mote «La Interpol», según su novio, por su sagacidad e inteligencia. Más tarde, y ya arruinado, «Gaviota» supo que el mote tenía otro fundamento, en absoluto relacionado con la sagacidad. Le decían «la Interpol» porque tenía archivadas en sus pechos todas las huellas dactilares de los hombres de Asturias. Pero ya era tarde. Ella le exigió a «Gaviota» como condición para contraer matrimonio que pusiera a su nombre sus bienes, y a los dos meses de la fastuosa boda, «la Interpol» desapareció. El final de «Gaviota» no fue el más recomendable. Se dejó caer del «Aquarium» de San Sebastián a las rocas del Paseo Nuevo, y allí quedó, como en los versos en italiano macarrónico de «Ludi», como un «centolli sin casqui».

Otegui, cuando era terrorista –formó parte del comando etarra que atentó contra Gaby Cisneros, entre otras «heroicidades»–, era ágil y flaco, pero con vocación de gordo. Y le pusieron el «Gordo» sus compañeros asesinos, y él lo llevaba con resignación cristiana, como le recomendaron sus obispos Setién y Uriarte, siempre influídos por su vicario Pagola. Hasta que un día el mote se adaptó a la realidad. Otegui inició una huelga de hambre en un local de Herri Batasuna. Esas huelgas de hambre que aterrorizaban a los políticos de Madrid sin motivo alguno, porque no eran tales. No recuerdo la causa que motivó esa huelga tan extravagante. Otegui sólo recibía la visita de sus familiares más próximos y leales amigos. Unos le llevaban cocochas de merluza, otros changurro, los de más ahí revuelto de perrechicos y los de más allá, cuajada casera y confitura de moras silvestres de la huerta de la tía Nekane. Lo cierto es que al cuarto día de la huelga de hambre, Otegui pesaba veinte kilogramos más que al iniciarla, y sus médicos le recomendaron que abandonara su heroica actitud y retomara sus costumbres habituales. Pero ya había engordado, y los endocrinos batasunos no consiguieron devolverle su antigua figura. Por fin, «el Gordo» estaba gordo, y decidió pasar al terrorismo de despacho para no arriesgarse, por aquello del colesterol y los triglicéridos, a sufrir un pipirlete vascular de efectos irremediables.

Porque el «Gordo» –en la CUP, «Gordi»–, es persona de buen saque y chacolí abundante. No tanto como su antecesor Idígoras, que se agarraba unos pedales diarios que ponían en riesgo los asesinatos previstos. La vida es así, que pone las cosas en su sitio sin necesidad de forzar las situaciones. Y hoy, el «Gordo», cuyas órdenes determinaron la muerte de más de cincuenta catalanes y la mutilación o heridas de otros doscientos cincuenta barceloneses, se ha convertido en el héroe de Cataluña y en la imagen del proceso independentista.

Conmovedor.