Política

El paleolítico de la izquierda

La Razón
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Vivimos una época en la que la influencia de los intelectuales en los asuntos públicos, tan importante en otras épocas, ha disminuido sensiblemente. En una sociedad en la que los 140 caracteres de Twitter sustituyen a una reflexión serena, el éxito se mide en dinero y consumo, y los valores se han transformado por un sentido práctico de la vida. Muchos pensadores se reciclaron transformándose en expertos y en tecnócratas.

Este hecho es especialmente doloroso para la izquierda política, todo el elenco de científicos e intelectuales han cambiado su afán por formar la opinión pública a convertirse en tertulianos mediáticos.

Publicidad, información y entretenimiento se han vuelto una sola cosa y los niveles de audiencia determinan la programación y sus contenidos. Muchos pensadores son ahora comentaristas que intentan no perder su proyección social, han dejado de intentar generar opinión pública para dejarse arrastrar por ella.

Esta descapitalización ideológica tiene efectos devastadores en todos los ámbitos, también en la práctica de los nuevos partidos políticos. Debates varios ideológicamente y el lenguaje tabernario y las palabras gruesas copan las informaciones de las crónicas parlamentarias. El último ejemplo bochornoso lo ha protagonizado el senador de Compromís, Carles Mulet, rompiendo la fotografía de la presidenta de la Junta de Andalucia, al tiempo que la descalificaba personalmente.

La idea del intelectual moderno, nacida en Francia con los ilustrados del siglo XVIII, es un pensador que, como señaló el profesor Michel Foucault, es universalista, prescriptivo y profético, es decir, capaz de pronunciarse sobre multitud de asuntos, de fijar sin ambigüedad aquello que cree correcto y establece una relación causa-efecto en los hechos sociales y políticos.

La izquierda política, saturada de populismos y mediocridad, está sedienta de pensadores que muestren preocupación por los problemas de la sociedad y del mundo desde la perspectiva de valores como la justicia social, la solidaridad y la lucha contra las desigualdades, la oposición a las variadas formas de colonialismo, el imperialismo o la opresión, la emancipación de las mujeres, el rechazo de los nuevos fascismos que abanderan el racismo y la xenofobia y la denuncia de la arbitrariedad.

Podemos y sus diferentes marcas territoriales nacieron en las tertulias televisivas. Se barnizaron para su presentación en sociedad de universitarios apareciendo como un pequeño grupo de profesores de la facultad de Ciencias Políticas de una universidad madrileña.

En principio, lograron encandilar a algunos sectores de la progresía con renta alta, esos que miran los problemas sociales desde su atalaya situada en un ático de la calle Serrano de Madrid, que querían ver en ellos una nueva versión de mayo del 68. Sin embargo, la realidad es otra, Podemos representa la intolerancia, el desprecio hacia quien envidian y la ansiedad por el poder, que en un par de años de existencia le ha llevado a liquidar la única luz de pensamiento que se veía encarnada en el errejonismo y al acoso y derribo contra el PSOE, porque quieren ocupar su lugar.

El Sr. Pablo Iglesias siempre encuentra una salida de emergencia para no desautorizar las groserías y los malos modos, esta vez tampoco ha condenado las palabras del Sr. Mulet, como no hizo con las del Sr. Gabriel Rufián y tantos otros. Quizá se sienta orgulloso de encabezar un grupo que pasará a la historia por no aportar una sola idea a la transformación social y ocupar su tiempo diseñando como conquistar una imagen en los informativos de televisión, pero, la verdad, es que esa manera de ocupar un parlamento está en el paleolítico del pensamiento de la izquierda.