Alfonso Ussía

El perro del cazador

La Razón
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Días atrás leí en mi periódico que algunos cazadores se dedican a matar a sus perros cuando éstos envejecen. Y que los de siempre, los de Pacma, han denunciado la salvajada. Ignoro quién ha sido el autor de semejante barbaridad, pero puedo asegurar que no es cazador. Para un cazador, su perro es lo más importante del mundo. Cría a su perro, le dedica horas y horas de adiestramiento, caza con su perro disfrutando mucho más con el rastreo, las muestras, las carreras , los diferentes sonidos de sus ladridos, y su habilidad para cobrar las piezas abatidas, que disparando. Entre el cazador y su perro se establece una relación de amistad profunda, y nadie mata a un amigo cuando éste pierde facultades. A mí, por ejemplo, mis amigos no lo han intentado todavía.

Para un cazador, su perro o sus perros, son parte de su vida. Perros de rastreo, de sangre, de cobro, de rehalas. Los grandes rehaleros españoles viven la caza a través del orden, el esfuerzo, la intuición y la calidad de sus perros. Y cuando uno de ellos cae acuchillado por un jabalí en una montería, lo sienten como si se hubiera ido un ser querido, porque lo es, y de qué manera. El trabajo de los perros de una buena rehala es un espectáculo fascinante en la tradicional montería española. El ladrido de los sabuesos en las batidas norteñas, con sus matices y alarmas, no se cambia por nada. Ahora llevan un collar con un artilugio para localizarlos, pero hasta anteayer, no se volvía a casa hasta que no se hallara al último sabueso, que podía aparecer a diez kilómetros del sector de la batida por seguir un rastro. En el norte, después del trabajo, es costumbre dedicar a los perros las horas que para otros pertenecen al descanso. Un cazador de becadas, sordas, chochas o arceas, prefiere siempre la muestra de su perro al tiro a la becada que levanta el vuelo. Puede haber excepciones, como en todo en la vida. Pero un cazador de bien jamás atentará contra sus perros, aunque les haya llegado la hora de la jubilación.

En la poesía y el cante de las sierras, las dehesas y los sembrados, la pérdida del perro, del buen amigo y compañero, es la situación más llorada. «Vi llorar a un cazador/ bajando la serranía./La podenca que tenía/un jabalí la mató./ ¡Era lo que más quería!». La nostalgia del perro ausente: «Por ahí,/ yo no voy de cacería./No me lleves por ahí,/ que la perra que tenía/ me la mató un jabalí./ ¡La mejor de Andalucía!». Y la felicidad del día de campo que aguarda: «Tengo un perro perdiguero,/ y una escopeta de un caño,/ y una bota de pellejo/ curá con vino del año./ Si me quiero divertir,/ me voy con mi perdiguero,/ con mi escopeta de un año/ y mi bota de pellejo/ curá con vino del año». Estas estrofas populares las ha recopilado un gran dibujante y escritor cordobés, Mariano Aguayo, gran cazador y amante de sus perros. Destaca una soleá surrealista: «Más vale querer a un galgo,/ que querer a una mujer/ que tenga el pescuezo largo».

Mi gran amigo y formidable rehalero Perico Castejón, también escritor de éxito en la literatura venatoria, tiene una mujer maravillosa, montera hasta las cachas, nieta del mítico conde de Teba, Verónica Patiño. Forman una pareja compacta y ejemplar, con un pequeño lunar que da lugar a debates veraniegos: «Perico me quiere mucho, pero soy la segunda. La primera para él es “Chulita”, la perra».

Es cierto que algún desaprensivo y peculiar canalla ahorca a sus galgos cuando éstos dejan de servirle. Pero la mayoría no lo hace. Y entre las carreras de galgos y la caza hay trecho muy largo. La caza es otra cosa. Y un cazador está junto a su perro como el perro junto a su amo, hasta que uno de los dos deja de estar para siempre. En el paisaje del campo y de los cazadores, los perros son los protagonistas, y algunos de ellos, los dueños de la situación por su inteligencia y viveza, superior a las de sus amos depende en qué circunstancias.

Puede darse la excepción, pero se trataría de un caso aislado, y por lo tanto intrascendente.