Enrique López

El suelo de las claúsulas

La Razón
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Una primitiva norma sobre la lealtad en las relaciones comerciales la podemos encontrar en el Levítico, 25:14: «Asimismo, si vendéis algo a vuestro prójimo, o compráis algo de la mano de vuestro prójimo, no os hagáis mal uno a otro». Tan sugestivo consejo precisó de una regulación específica cuando se instituyó el concepto de consumidor. El inicio de la formalización de iniciativas para proteger al consumidor se remonta al año 1962, cuando el presidente John F. Kennedy mencionó cuatro derechos de los consumidores: derecho a productos y servicios seguros, derecho a ser informado, derecho a elegir y derecho a ser escuchado. Nuestra Constitución obliga a los poderes públicos a proteger a los consumidores y ello ha determinado instrumentos legislativos en este sentido, amén de la ya famosa Directiva Europea 93/13, que tanto está influyendo en decisiones judiciales como las adoptadas en torno a las cláusulas suelo, en especial la reciente sentencia del alto Tribunal de la UE. No me cabe duda de la necesidad de este tipo de normas. La transparencia, el trato justo y los mecanismos de recurso efectivos revisten especial importancia cuando se trata de la protección del consumidor. Por ello, los clientes deben ser capaces de entender las repercusiones de los compromisos que contraen. Ahora bien, un excesivo proteccionismo, coherente en una época de fuerte crisis, puede provocar un ambiente propicio a legales pero rigurosas decisiones adoptadas por los tribunales. Aun así, incluir estas decisiones en eso que se ha denominado populismo judicial no me parece acertado ni justo. El mercado ha percibido que actuaciones contrarias a la norma como la relacionada con las cláusulas suelo, que siendo sencillas de entender no tenían la publicidad adecuada, han tenido similares consecuencias que la comercialización de obligaciones preferentes, en las que sí se dio de una forma clara un abuso del desconocimiento de los consumidores. Ante ello, surgirán posturas defensivas que descontarán en el futuro el riesgo de este tipo de consecuencias, lo cual va a encarecer los productos financieros. Hay que repensar los efectos de las declaraciones de nulidad, debiendo ser proporcionales al grado de dolo o negligencia desplegada. No se puede tratar al consumidor como a un ignorante penitente, ni a las entidades financieras como instituciones cuyo modo de actuar se basa en el abuso y engaño, porque ni lo uno ni lo otro es cierto. Debe darse una regulación legal que contenga la delimitación de los diferentes contratos de prestación de servicios de inversión y su contenido obligacional mínimo, pero sin impedir la generación de nuevas formas de inversión minoristas, eso sí, dotándose de instrumentos propios de una cultura de cumplimento y de evitación de los riesgos que puedan generar cláusulas abusivas. Resulta paradójico que una rigurosa interpretación de estas normas pueda propiciar un encarecimiento de los productos financieros, provocando un impacto en el mercado ajeno a las reglas de la oferta y la demanda.