Alfonso Ussía

El Toro de la Vega

La Razón
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Soy taurino, taurófilo, torerista y torista. Me repugna la tradición del Toro de la Vega en Tordesillas. Hay tradiciones perfectamente prescindibles. La de tirar la cabra desde el campanario ha sido abolida. No entiendo ese salvajismo rojo y pringoso de la Tomatina de Buñol. Da una idea de hasta dónde puede llegar el contagio de una muchedumbre exaltada. Por otra parte, aquí sobran los tomates pero en Etiopía, no. Comprendo que los naturales de los lugares defiendan la tradición de sus fiestas, aunque en ellas predomine una crueldad que por ser consecuencia de decenios de costumbre no terminan de interpretar sus protagonistas. También soy defensor a ultranza de la caza, y cuando puedo la practico. Los cazadores son los auténticos conservadores de la naturaleza en España, y el esfuerzo económico de centenares de propietarios de manchas serranas, dehesas y cotos de caza ha dado como resultado un aumento espectacular de las diferentes especies de pelo y de pluma. Con independencia de esta realidad indiscutible, la caza es la principal fuente de ingresos de centenares de miles de familias distribuidas por todas las provincias españolas. Pero también me desagradan modalidades. La caza de la perdiz con reclamo, fundamentalmente. Y no comparto los beneficios de la pesca buenista. Ese combate con el pez, ya sea en la mar, en el río o el pantano, para después de ser pescado soltarlo con la herida del anzuelo en la boca, carece de sentido y es otra prueba de crueldad. Si de nuestros ríos ha menguado la trucha, el reo y el salmón, la mejor fórmula para recuperar su número es prohibir la pesca durante una o dos temporadas. Y lo mismo escribo del atún rojo, cuya prohibición de pesca en poco tiempo ha significado un aumento de ejemplares en nuestras costas más que notable. Hace años, se prohibió por su escasez la pesca de la anchoa, y en un solo año se recuperó la densidad de la especie. Claro, que el mar es más complicado de vigilar y administrar que el campo.

El toreo es arte. Un arte en movimiento entre un hombre que se juega la vida y un toro que ha nacido para morir en el ruedo. De no existir las corridas de toros desaparecería la maravilla del toro bravo, el toro de lidia, un bellísimo animal que vive sus cuatro o cinco años de vida en el paraíso de las dehesas, con toda suerte de cuidados y generosamente alimentado por el hombre, que no por la naturaleza. El hombre crea arte desde el riesgo y el individualismo, y renuncio por cansancio a destacar la calidad intelectual y artística de cuantos escritores, poetas, escultores, músicos, cineastas, científicos, médicos e investigadores de todo el mundo se han declarado enamorados del arte del toreo. Pero mucho dudo que uno cualquiera de ellos fuera capaz de defender la celebración del Toro de la Vega, en la que el toro no se enfrenta a un hombre en su soledad, sino a una muchedumbre a caballo y a pie que le persigue, acorrala y lancea hasta darle muerte. Si el toreo es arte, riesgo y justicia, el Toro de la Vega es un linchamiento.

Pocos manjares como el «foie gras» francés trufado o sin trufar. Somos poco consecuentes los que experimentamos, cuando la ocasión se presenta, esa maravilla en nuestro paladar. Y más aún si hemos visitado una granja de ocas en Francia. Tuve la ocasión de hacerlo en mi juventud en Dax, y el espectáculo es estremecedor. Esas ocas inmovilizadas, dolorosamente sobrealimentadas, recibiendo el alimento que no quieren a la fuerza para enfermar sus hígados y convertirlos en oro de grasa y cirrosis no pueden considerarse privilegiadas. Por fortuna no las vemos y muchos ignoran el proceso al que están sometidas.

Pero sí vemos, y cada año que pasa con mayor estupor, el espectáculo del Toro de la Vega, el linchamiento multitudinario que tiene lugar en una de las localidades con más calado histórico de España. El riesgo es mínimo y el final se sabe de antemano. Ningún torero, al hacer el paseíllo, conoce lo que va a suceder. Su suerte está echada. Arte o fracaso, vuelta al hotel o camilla hacia el hospital, vida o muerte. La belleza de dominar la embestida del toro para convertirla en una colaboradora de la armonía. Pero un toro indefenso ante miles de corredores y jinetes con la lanza en ristre, recuerda mucho a la natural perversidad humana que se desahoga con un linchamiento.

Tordesillas no se lo merece.