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El último pistolero

La Razón
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La mítica del pendenciero con corazón de alabastro, del joven que se encerraba en un cuarto de «Pueblo» a encontrar el titular del día siguiente, como si éste no fuera materia literaria, si no fórmula química. Ese aire patricio atribuido a Raúl del Pozo está en «El último pistolero» (Círculo de Tiza), un cofre del tesoro con columnas de los últimos años. La recopilación la han hecho entre discípulos, porque aquí el amigo tiene una cofradía que querría haber existido a su modo. Eso es imposible. Esa vida de reportero en la que uno va perdiendo el culo corriendo por la Carrera de San Jerónimo y luego encuentra la hora del día en la que los conserjes del Castellana Hilton le enseñan el sofá donde refregaba el suyo Ava. Aquel corresponsal en Londres que logró la hazaña de regresar sin haber aprendido inglés. Siempre, como Manuel Machado, medio gitano y medio parisién. El último pistolero es John Wayne que, en una película de Ford sobre la caballería, al jubilarse ante sus hombres del fuerte, disimula cuando tiene que sacar las gafas de la chaqueta porque ya no quinca. El presidente más viejo de América tumbó a un oponente veinte años más joven sólo con una frase: «Me comprometí –dijo Reagan frente a Mondale– a no hacer de la edad un asunto de esta campaña. No explotaré por motivos políticos la juventud e inexperiencia de mi adversario». Del Pozo no sólo es de frases de esgrima. Además dignifica al lector diario cuidando nuestra lengua. Nadie en su sano juicio querría ser una leyenda. Pero vivimos una epidemia de narcisismo que es la peste. Es mejor ser uno que está trabajando en lo suyo. Él atiende el móvil incluso en mitad de una tertulia de radio o televisión. La última vez lo llamaron en «Espejo Público» para darle la Medalla de Oro de su tierra.