Juegos de azar

Elogio de la baraja

La Razón
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En todas las casas del pueblo había una baraja, aunque no hubiera ningún libro. No era extraño que sobreviviera a varias generaciones. Las cartas de los cuatro palos –oros, copas, espadas y bastos, «mariquita se lleva los cuartos»– pasaban por las manos temblorosas de los abuelos, las revoltosas de los niños, las del ama de casa entre puchero y puchero y las manos ásperas y sudorosas del hombre del campo o del pastor. Los naipes olían a vino, a sudor y a tabaco. Llevaban impreso el ADN de toda la familia. Se jugaba en la mesa de la cocina, cerca del fuego, sobre un hule, o en la mesa redonda de la salita de estar, con faldas y brasero, junto al balcón. Las mujeres jugaban a la brisca. Una perra gorda o un real por partida. La menguada economía no daba para más. Jugando a la baraja se olvidaban un rato del luto y las frustraciones. Hacían corro en la calle en el buen tiempo, y se refugiaban en el trasnocho de la majada en invierno. Los hombres se jugaban al guiñote en la taberna los domingos por la tarde el cuartillo de vino reglamentario para pasar los sinsabores y los salados arenques de barril.

Siempre he creído que la familia que juega –o reza– unida, permanece unida. «No es del trabajo –dice Koyré– de lo que nace la civilización, sino del ocio y del juego». Y no se queda atrás Walter Benjamin, para el que el juego es la escuela del hombre. Por eso se echa de menos un monumento en los pueblos a don Heraclio Fournier, el inventor de nuestra popular baraja. Para los niños de la posguerra la baraja fue nuestra playstation, nuestro playmobil, nuestro whatsApp, nuestro móvil, nuestra TV... Ha proporcionado un sano esparcimiento a docenas de generaciones. Barajar, cortar, dar, robar, envidar, cantar (¡cantar las cuarenta!), arrastrar, pasar, hacer señas, hacer trampas..., son palabras que han enriquecido el idioma y que no han perdido vigencia. Será difícil que una familia que ha venido del campo no tenga en su piso de la ciudad unos naipes a mano estos días de Navidad. Pero seré sincero: este elogio sentimental de la baraja es, sobre todo, porque para gente como yo la baraja tiene el olor del pueblo y representa lo poco que queda de la civilización rural.