Ciudadanos

Emergencia social y propiedad privada

La Razón
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La llegada de los partidos populistas radicales de izquierda al gobierno de las instituciones –por ahora ayuntamientos y comunidades autónomas–, está permitiendo conocer cuáles son las verdaderas políticas que están detrás de estos movimientos y lo que se puede esperar de ellas en muy distintos ámbitos. Lo incierto de la situación política nacional, el escenario de provisionalidad del Gobierno de España, la incertidumbre sobre el resultado de las próximas elecciones, junto al cúmulo de problemas a los que se enfrenta nuestro país, como la sensación de una presunta corrupción generalizada –que se presenta como propia o casi exclusiva de un solo partido, como si en los demás no existiera o fuera irrelevante–; el desafío nacionalista centrado especialmente en Cataluña pero no exclusivo de ella; el exceso de déficit público y la anunciada sanción europea por su incumplimiento; el incremento de la deuda pública hasta situarse en la más alta del último siglo; la incertidumbre sobre la capacidad de la Seguridad Social para garantizar el pago de las pensiones en el futuro... parecen ocultar el alcance de muchas de las iniciativas que esos gobiernos están llevando a cabo y el perjuicio y el riesgo que suponen para el desarrollo y el crecimiento económico, la seguridad jurídica y la defensa de derechos fundamentales de los ciudadanos.

En el caso de Madrid son muchos los ejemplos: la operación Chamartín, la operación Campamento, la operación Calderón, la operación Estadio olímpico, el edificio de la Plaza de España, la venta de las cocheras del Metro de Cuatro Caminos o el trato preferente a los okupas. Esta misma situación se está dando en otras grandes ciudades y comunidades autónomas en las que gobiernan. Es el caso de Cataluña y, particularmente, de Barcelona. A las decisiones adoptadas por el propio Ayuntamiento, limitativas de la actividad económica y de los derechos de los ciudadanos, se han sumado las del Parlamento catalán a través de las leyes que ha venido aprobando en estos últimos meses.

En el caso de la Generalidad uno de los ejemplos más evidentes de ello se contiene en la denominada Ley de Emergencia Social, dirigida a paliar las dificultades por las que están pasando muchos ciudadanos como consecuencia de la crisis, y con el objetivo, entre otros, de garantizarles vivienda y el suministro energético. Esta loable intención, seguramente compartida por todos los partidos y todos los ciudadanos, a la hora de articularse legalmente incorpora todos los prejuicios y perjuicios de la izquierda radical, que se traducen en un ataque a la seguridad jurídica, a un sector importante de la actividad económica, y a un derecho fundamental, como es el de la propiedad privada.

Lo que se establece no es que los poderes públicos asistan con sus recursos a los que lo necesiten, sino que ésto deben hacerlo los propietarios, –especuladores y explotadores por definición–, estando obligados a gestionar con los necesitados la puesta a disposición de esos bienes de los que se les priva, sin compensación alguna y bajo amenaza de fuertes sanciones. Así, el propietario de la vivienda debe ofrecerle en tal caso un alquiler social por lo menos de tres años. Sólo si rechaza este alquiler social puede iniciarse el procedimiento de ejecución por la vía judicial, no ejecutándose el desahucio hasta que se haya hecho el realojo del afectado por parte de la Administración.

Lo que resulta sorprendente y preocupante es que una medida de tal naturaleza, que pone en riesgo un derecho tan fundamental como es el de la propiedad privada, y un principio básico de un Estado de Derecho y una democracia, como es la seguridad jurídica, se adopte sin que haya una oposición y una contestación enérgica por parte de los afectados, y por toda la sociedad, especialmente la catalana, tradicionalmente liberal, emprendedora, y, consecuentemente, defensora de la propiedad privada.

Quizás sea el miedo, la resignación, la componenda de los sectores económicos afectados y la presión de los medios de comunicación lo que ha provocado esta falta de reacción. Pero descafeinar estas decisiones, transigir con ellas, pastelear o esperar a que sea el Gobierno de España y el Tribunal Constitucional quienes arreglen estas cuestiones, sin que haya reacción por parte de la sociedad y de los afectados, es jugar con fuego. Más aún cuando estamos en un territorio en el que una gran parte de esa población confía en que desde arriba, a nivel nacional y desde las instituciones del Estado, se le dé respuesta a este tipo de medidas, mientras allí coquetea con el independentismo y el nacionalismo que cuestiona, rechaza y no acata la acción del Gobierno de España y de las instituciones nacionales en sus asuntos y en su territorio.

El próximo día 26 hay una nueva oportunidad para que los ciudadanos decidan con su voto a quién dar la responsabilidad de gobernar. Ahora pueden hacerlo con conocimiento de causa y sin llamarse a engaño.