José María Marco

En defensa de la democracia

La Razón
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Mariano Rajoy podía haber optado por dejar a otros la respuesta a los promotores de la moción de censura. No fue así, y el gesto revela la seriedad con la que el presidente de Gobierno se había tomado la «performance». Más aún, Rajoy contestó a las dos intervenciones, la de Irene Montero, mitinera, desabrida e insignificante y la maniobrera y ofensiva de Pablo Iglesias. Desde el principio, Rajoy fue a lo esencial, lejos de aprovechar la ocasión que le daban las maniobras de Podemos contra el PSOE. Se trataba de defender las instituciones, tratadas con frivolidad de niños mimados por los podemitas. Y al defender las instituciones, se defendía al conjunto de la sociedad española, con independencia de la ideología y las convicciones de cada uno. El intento de los podemitas apenas disimula, efectivamente, una clara voluntad de dividir: si la política es confrontación permanente, rebozada en sentimentalismo barato, la democracia liberal está de más y con ella cualquier intento de construir una sociedad articulada, libre y consciente de sus derechos.

También había que evidenciar por qué Pablo Iglesias no es ni va a ser nunca un candidato serio a la Presidencia de Gobierno. Y es que Iglesias desprecia a mucho más de la mitad de los españoles. Iglesias es heredero de la tradición izquierdista española según la cual todos aquellos que no comulgan con sus creencias son ciudadanos de segunda categoría. Con ese discurso de odio y de rencor, no se puede gobernar ya un país como España. La posición de Rajoy representó muy bien la naturaleza y la realidad de una sociedad pluralista, abierta, diversa. Enfrente está ese otro modelo fantasmagórico hecho de identidades cerradas y excluyentes, que quiere capitanear Podemos al frente de su coalición de naciones y pueblos. Cualquier nación salvo la española, ni que decir tiene, siendo como es la única real y la única viable en todo esto.

Rajoy tenía también la obligación de indagar, más concretamente, acerca de las propuestas de gobierno de Pablo Iglesias. Aquí el candidato formal no defraudó: no hubo respuestas a las cuestiones esenciales, como son los derivados de la recuperación económica y la deriva independentista de los nacionalistas catalanes. También en esto sigue una tradición española: crear un problema sin solución, como el del derecho a decidir, y afirmar acto seguido que el adversario, al que se quiere destruir, no tiene soluciones. Rajoy no se dejó enredar en sofismas viejos de más de un siglo, y demostró que las actitudes de Iglesias son estrictamente coyuntural y dependen de la circunstancia. No hay nada más letal, en este sentido, que repasar las declaraciones de los podemitas y se pudo ver cómo Iglesias acusaba, incluso físicamente, el golpe. Volvió a quedar claro que Iglesias no es un candidato serio. Ni siquiera quiere serlo, como le dijo el presidente. A esa fantasía viciada – «fantasías de miseria», las llamó Rajoy– se enfrenta la sociedad española.