Estados Unidos

En picado

La Razón
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Sucedió al final del primer debate. Hillary Clinton citó el caso de Alicia Machado, la Miss Universo a la que Donald Trump bautizó hace años como Miss Piggy (Miss Cerdita). El rubio atómico, lejos de darle un capotazo, respondió con una pregunta: ¿dónde había encontrado eso? Al día siguiente, de ronda por los platós, creyó que la mejor defensa consistía en responder desde el castillo y dedicó el día a explicar por qué Machado estaba gorda y cómo, en calidad de dueño del concurso de guapas, trató de remediarlo. El resultado es una tormenta de mierda. El mejor agarradero posible para la campaña de Clinton. Atascada en la intención de voto de las mujeres, Trump es el conejo que, en lugar de escapar del coche, recibe el impacto con los guantes de boxeo. Ya no sé si piensa inocentemente que su supervivencia pasa por chapotear en todos los charcos o si el ego le impide guarecerse. Dicen sus asesores que le vieron verde, que no fue rival para una Hillary con más kilómetros en los debates que casi ningún político activo. Quiere instruirla, subirle al ring con sparrings para entrenar el contraataque de la coriácea dama, con más capas en la armadura que un cocodrilo poroso. Pero desconfían que sirva de algo. Después de ensayar la caída de ojos, darle clases de urbanidad, enfatizar las virtudes de un buen guión y alertarle contra el aguijonazo de la vanidad, que le impele a estrellarse a cambio de un titular, lo más probable es que a los cinco minutos del segundo debate rechace la camisa de fuerza y salte como un tigre. Una actitud que le reportó inmenso beneficio durante las primarias, con su propensión al circo, obligado a convencer a unos votantes que en cualquier caso comulgan con buena parte del ideario de los candidatos. La carrera presidencial es distinta. El objetivo no son los afines, los blancos de mediana edad atribulados por la decadencia de la industria, las viejitas asustadas por la proliferación de y los indios que venden tamales en el antiguo bar de Moe, sino millones de votantes como girasoles, atentos a cualquier cambio en el cielo, sensibles a las variaciones de luz solar, hambrientos de persuasión, no de espectáculo. En el ecosistema del matiz, en el reino de la ambigüedad y la sutileza, Trump se desenvuelve como un rinoceronte reclutado por el Bolshoi. Si no frena, si no aprende a contar hasta diez, si pone el pecho a todas las balas y ramonea en todos los venenos, le espera un otoño amargo. Su impetuosidad le valió para darle una patada en el culo a la vieja oligarquía republicana y para burlar a los analistas, que lo daban por amortizado cinco minutos después de anunciar su intención de ser presidente y, todavía hoy, siguen perplejos. En la pelea definitiva, cuando el silencio puede ser tu mejor aliado, sus movimientos de buey martirizado por los tábanos precipitarán su caída. Así, chorreando espuma, no hay forma de competir y el partido conocerá un invierno polar del que tardará en curarse.