Presidencia del Gobierno

Enterrando el hacha de guerra

La Razón
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Alfonso Guerra ya estaba recogiendo enseres personales en la fundación Pablo Iglesias desde antes de la jornada de primarias que devolvía a Pedro Sánchez la condición de secretario general y líder absoluto del PSOE. Nadie como el padre de la famosa frase aplicada en tiempos de manera inmisericorde «el que se mueve no sale en la foto» para entender antes y mejor que nadie que sus días al frente de la fundación estaban más que contados. Guerra entierra de este modo y de forma definitiva su famoso hacha, ese que blandió con brazo firme frente a los adversarios políticos externos e internos de su partido en los tiempos de la transición, más tarde en los primeros años de gobierno como todopoderoso número dos en Moncloa y en Ferraz o haciendo finalmente gala de fino estilismo desde la entretela tras su paulatina retirada de la primera línea política.

La marcha de Guerra de una fábrica de ideas del PSOE que llevaba no poco tiempo agarrotada, entre otras cosas por la situación de provisionalidad cuando no de conflicto civil en el seno del partido, tiene no tanto que ver con la escasa capacidad de maniobra dentro de la fundación en tales condiciones, como con la idea casi obsesiva de Pedro Sánchez de cambiar los conceptos de actuación y ejercer el control total sobre una institución que ha sido clave a la hora de refrescar la materia gris del socialismo español desde que fuera creada en 1926. Me apuntaba estos días de atrás un estrechísimo colaborador de Sánchez que el ultimo y menos deseado escenario para Ferraz en unos tiempos en los que las ideas se han convertido en artículo de lujo era la reedición de otro divorcio como el consumado por el adversario de enfrente tras una etapa demasiado dilatada de desencuentros entre la FAES y Genova-13.

Tal vez sea cierto eso de que la ingratitud de los políticos con sus antecesores –sobre todo si han sido mentores– se manifiesta de forma especial en España pero el agravamiento es paradójicamente mucho mayor cuando hablamos de miembros del mismo partido. De las múltiples críticas que he escuchado sobre la pertenencia de Felipe González o de José María Aznar a consejos de administración de compañías privadas o sencillamente de su condición de asesores «pensionados» de algún magnate, las más crudas han llegado procedentes del seno de la formación donde un día reinaron. Se trata de algo común en la condición humana que vemos reflejado tanto en la política como en el mundo de la empresa. Los jarrones chinos molestan, no tanto porque no se sabe dónde ponerlos como por su papel de testigos a veces silenciosos, siempre inquietantes.

Guerra –como Felipe– cometió el error de ir un poco más allá terciando en las primarias para apoyar una candidatura que además no se demostró cómo la más idónea y eso es precisamente lo que libera a Sánchez de «matar al padre» como concepto freudiano. Sencillamente o se va o se le echa. Y resulta que aquí va con todas las de la ley.