Política

José María Marco

España: un país ejemplar

La Razón
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Eso de que España sea un país, por no decir un bicho, vertebrado o invertebrado, tiene poca importancia. El único interés del asunto es responder, aunque sea a muchos años de distancia, a la lamentable metáfora de Ortega, quien, traduciendo a un nacionalista francés, sembró uno de esos tópicos a los que nuestra elite intelectual, perezosa y pusilánime como es, ha dado una repercusión inmerecida. Efectivamente, nunca la sociedad española ha sido una sociedad sin vertebración. Entre los pocos invertebrados españoles están nuestros intelectuales, tan ansiosos muchos de ellos por librarse del nombre de español.

La reconciliación operada espontáneamente durante la dictadura de Franco, la modernización del país en los mismos años, la Transición y la instauración de la Monarquía parlamentaria, el progreso económico y la apertura en los últimos cuarenta años son ejemplos del buen estado de la sociedad española. Lo ha vuelto a subrayar la crisis, que ha tenido aquí efectos distintos a los que ha tenido en muchos países europeos.

En cuanto a la economía, España no sólo ha dejado atrás los momentos en los que estuvo a punto de ser intervenida para evitar la quiebra del Estado. Lo ha hecho como no lo ha hecho ninguna de las grandes economías de la zona euro, creando tanto empleo como el que se crea en todos los países de la región y con una tasa de crecimiento (3,4% en 2015) excepcional en las economías desarrolladas, que salen de la crisis –si es que salen– con unas tasas de crecimiento en torno al 1%. Además, la sociedad española ha sabido aprovechar la crisis para hacer algunas reformas necesarias, en particular la que atañe a un mercado de trabajo anquilosado que destruía las oportunidades de millones de personas.

El gusto de los españoles por la autocrítica –notable en un pueblo tan sanchopancesco– pareció llevar a considerar la corrupción como una de las características del llamado «régimen del 78», es decir, la democracia liberal instaurada con la Transición. No era así, claro está, y el afán de originalidad de los españoles se limitaba, como en el caso de la frasecita de Ortega, a una imitación de la corrupción reinante en muchos de los países europeos de nuestro entorno, como se decía antes. Lo que sí ha sido original ha sido la batalla contra la corrupción, que ha llevado a un cambio de costumbres, como no ha ocurrido en ninguna parte. En ningún país se han tomado en estos años medidas tan duras contra la corrupción, ni se ha llevado ante la Justicia a tantos cargos políticos e institucionales.

La exigencia de los españoles ha sido muy alta y las instituciones han funcionado como tenían que funcionar. Esto, unido a la salida de la crisis y a la disposición reformista de la sociedad española, explica que en nuestro país el populismo no haya tenido el éxito que está alcanzando en otras democracias desarrolladas. Ha habido populismo, y no por vez primera, pero se trata ahora de un populismo específico, más relacionado con la extrema izquierda, la crisis de los partidos socialistas y el legado radical del PSOE que con una auténtica crisis de la representación política. El «populismo» de extrema izquierda está bloqueado y en retroceso. Y no hay el menor síntoma de que pueda aparecer un populismo de derechas. La sociedad española, que siempre había demostrado una sensatez y un buen sentido ejemplares, no se deja llevar por ilusiones ni por nostalgias. En nuestro país la inmigración no ha traído racismo, ni la globalización nacionalismo. Y la identidad española se refuerza cada día, a pesar de todo lo que se sigue haciendo para ningunearla. Como demuestra la participación en las elecciones y el mapa de las Cortes, bien visible en la apertura de la nueva legislatura, el sistema ha sido adelante y seguramente, reforzado.

Eso no quiere decir que no haya problemas. Está la crisis del PSOE, que deja al Partido Popular como único defensor del sistema, una situación de riesgo. Están los nacionalismos de provincias y está, relacionado con lo anterior, la incapacidad de las elites intelectuales y políticas españolas para asumir un papel de liderazgo nacional, democrático y europeo. Volvemos así a la frasecita del Ortega invertebrado. Ya no puede servir para lo que siempre ha servido, es decir, de coartada para no hacer nada o para lanzarse a alguna excitante empresa de desvertebración como la que nos llevó al 36. La demostración de madurez, de responsabilidad y de generosidad ha sido aplastante. Es un motivo de orgullo, un ejemplo para los demás países europeos y un acicate para continuar las reformas. También, una invitación para pensar y actuar de otra manera en este asunto, por parte de quienes tienen la responsabilidad y –en realidad– el mandato de hacerlo.