Francisco Nieva

Españoles en París

La Razón
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Me exilié de España por los mismos motivos que otros muchos lo están haciendo hoy, pero con la muerte en el alma, temblando de miedo ante la incógnita de vivir en un medio hostil, malhablando el francés, sin ninguna fe en mí mismo, siempre tímido y desconfiado. Recalé en el Colegio de España, en la Ciudad Universitaria, en donde el escritor Pío Baroja había permanecido refugiado durante unos meses. La gobernanta, Madame Dutrí, me contaba que le costaba Dios y ayuda obligar a don Pío a que se duchara de vez en cuando. Cuando se sintió más seguro, don Pío volvió a España.

Mi hermano Ignacio era protestante episcopaliano y me dio una buena recomendación para una muy alta jerarquía del protestantismo en Francia. Este gran jerarca vivía en una espléndida finca, al borde del Sena, rodeado de nietos libertinos y guasones que se reían de mi atuendo algo paleto. Aquel buen señor me recomendó a una dama muy encopetada, que presidía un joven club protestante muy bien instalado en el Barrio Latino. Nada guapa, pero inteligente y cultivada. Yo no tenía un céntimo y el Joven Club fue mi refugio y mi salvación alimentaria. Yo sabía dónde guardaban la llave del local y, por la mañana, muy temprano, me colaba en él y me hinchaba con sus provisiones: conservas, mermeladas, mantequilla y azúcar. Así subsistí durante semanas, robando comida de aquella institución.

Pero mi situación monetaria era trágica. Y, de pronto, tuve una idea mefistofélica: conquistar y casarme con la encumbrada presidenta, perteneciente a una ilustre familia de judíos del más alto rango. Uno de mis tíos políticos era Maurice Escande, secretario perpetuo de la Comedia Francesa y un gran actor. Por supuesto, los Escande eran ricos y poderosos, muy «vieille France». Y así ingresé en aquel mundo extraño, conservador y protocolario, en el que había que vestirse de largo, en cuanto a las féminas; los hombres endosábamos el esmoquin. Muy pronto me sentí atrapado por mi buena suerte. No podía relacionarme con mis colegas, artistas y bohemios. Mi mujer detonaba mucho en aquel ambiente y, por supuesto, también yo, que vivía desesperado. ¿Cómo hacer para salir de aquella pomposa ratonera? El ayuda de cámara de uno de aquellos mis parientes me puso en contacto con un artista español, que llevaba una vida perra en París, unido a una mendiga francesa y con un niño de pocos meses. Dormía la pareja y su retoño debajo de un puente. Se llamaba Cejudo y se dedicaba a hacer abecedarios muy sofisticados y originales. No había clientela para ese trabajo, por bueno que fuera y Cejudo vagaba por París arrastrando un cochecito con el niño y cargado de bártulos. Lo dejaba por horas en cualquier esquina y nunca le robaron. Esto era vivir de milagro. Sus dibujos y abecedarios eran un trabajo magnífico, que me dejaban embobado. Trabajo que solo le podía comprar una empresa gráfica muy potente. Y Cejudo seguía durmiendo bajo un puente con otros «clochards». Yo le socorría de vez en cuando. Cejudo era amigo de otros dos españoles, que también vivían a salto de mata. Estos dos pícaros españoles se refugiaba por las noches nada menos que en el Museo Balzac. Dormían en la misma cama de madame Anska, la condesa polaca a la que el gran escritor dedicó toda su obra, La comedia humana. Muy alegremente pasaban sus noches allí, borrando después todo rastro de su paso por aquel santuario. Encendían candelabros, que algunos vecinos vieron con alarma y lo denunciaron en comisaría. Un bedel de la casa, acompañado de la policía, los sorprendió a las tres de la madrugada en plena dormilona borracha. Esta era la vida de algunos emigrantes españoles de la que yo pude librarme, como en una comedia trágica.

También conocí a un muchacho catalán, llamado Carlos March, que estudiaba en la Escuela Politécnica de París, muy orgulloso de sí mismo, pues procedía de una familia muy humilde. Era marxista por partida doble, por apellido y por fanática convicción. Me prestó los escritos juveniles de Carlos Marx, y quedé subyugado.

- «Un tío estupendo, este tu Carlos Marx». «¿Lo ves? Voy a llevarte a un baile donde van muchos compañeros y te va a encantar».

El salón de baile me pareció siniestro. Y los compañeros bailaban, arrastrando mucho los pies, un pasodoble ratonero que repetía incesantemente la frase de «¡Que viva España!». Me asaltó una mezcla de vergüenza y piedad. «Este no es mi sitio. Yo estoy en otra onda, que no es esta ni la de los Escande». Una vez más, la estética decidió sobre el color definitivo de mi alma.