Alfonso Ussía

Esparadrapo

La Razón
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En los labios. Todas mudas. Todos mudos. Una joven política de Cuenca, presidenta de Vox en la ciudad de las Casas Colgadas, ha sido brutalmente agredida en las puertas de su casa por un trío de bestias. El atentado, que así ha sido calificado por el Ministerio del Interior, tuvo un claro componente de odio político. «Fascista, a ver si eres tan valiente». Fue la jefa del grupo violento, una rubia platino, la voceadora, y los dos bueyes a sus órdenes la golpearon hasta que Inma Sequí perdió la conciencia. Esperaba una contundente repulsa del feminismo y los grupos dedicados a la Igualdad de Género, pero no. Me comentan que se han agotado los esparadrapos y tiritas de las farmacias. Están todos ellos pegados a sus labios y no pueden decir ni «mu».

La platino y la yunta de bueyes desapareció dejando ensangrentada y en el suelo a una mujer joven culpable de no compartir sus ideas políticas y sociales. Parece ser que la sustituta de Ferreras en «La Sexta» no le concedió al atentado importancia alguna. Al fin y al cabo, la izquierda que se sitúa a la izquierda de su izquierda, la populista y resentida, no considera importante que una dirigente de un partido conservador presidido por un firme y valiente combatiente contra el terrorismo, sea brutalmente apaleada en la calle por «fascista». Fascista, es decir, no coincidente con las ideas de los que pegan, insultan, patean y amenazan. De acuerdo a sus baremos de valoración, identificación y calificación, hay en España –como poco–, veinte millones de fascistas. No les arriendo las ganancias. Si son necesarias tres bestias para agredir a una mujer de veinte años que sale y entra en su casa sin protección alguna, para acabar con los veinte millones de fascistas precisarían de sesenta millones de agresores, y no los hay. Me informan que la nueva remesa de esparadrapos y tiritas distribuidas por todas las farmacias ha vuelto a agotarse. Los tienen las feministas oficiales de la izquierda y los grupos que vigilan la violencia de género pegados a sus labios y no pueden despegarlos para decir «mu».

Figúrense la misma perversidad al revés. Tres energúmenos, una mujer y dos machitos – no es hombre quien pega a una mujer–, de la derecha más radical aguardan a una dirigente de los círculos morados en la puerta de su casa. Ella aparece en el portal y sale a la calle. Es entonces cuando el comando ultraderechista liderado por una rubia platino grita. «¡Es ella. A ver si eres tan valiente, roja estalinista!». La golpean hasta la resignación de su resistencia y es abandonada en el suelo. En estos momentos ya se habría convocado un Pleno extraordinario en el Congreso y solicitado por todos los grupos de la Oposición una moción de censura al ministro del Interior. Las feministas ocuparían la zona de la Delegación del Gobierno el próximo domingo, y a Rajoy le habrían llamado «asesino» de mujeres. Pero no. La víctima ha sido una mujer del ámbito conservador y los salvajes pertenecen a la extrema izquierda. La víctima es la culpable y los canallas, los luchadores en pos de la paz y la concordia, los tolerantes, los del talante heredado. Y en las farmacias, todos los esparadrapos disponibles para no impedir los justos alaridos de la indignación.

Los que no votamos al PSOE, a Podemos, a Izquierda Unida o a los partidos separatistas, somos fascistas. Los fascistas, más de veinte millones, no tenemos derecho a nada. Somos heridos por las agresiones a nuestras creencias, símbolos, costumbres y tradiciones. Somos fascistas porque hemos leído y conocemos la Historia. Somos fascistas porque creemos en las leyes y defendemos la difícil Constitución que nos dimos en 1978. Somos fascistas porque defendemos la unidad de España, y creemos en el individualismo europeo, que eso es Europa, el triunfo del trabajo y el talento individual frente a la masa indolente del socialismo. Somos fascistas porque consideramos que ha llegado la hora de olvidar enfrentamientos y guerras que tuvieron lugar casi ochenta años atrás. Merecemos, por lo tanto, ser apaleados y agradecer las agresiones por no haber ido a más. Somos fascistas por pertenecer orgullosos a la civilización cristiana, seamos creyentes o no, y por denunciar la brutalidad de un sector del islamismo que no se ha movido desde la Edad Media. Somos fascistas por amar a España. Y claro está, nos pueden pegar con la inmunidad amoral de las bestias que han emergido de los sótanos del sistema político más inhumano y genocida de la Historia de la humanidad.

Van por ti estas líneas, Inma Sequí.