Alfonso Ussía

Evitar el disgusto

La Razón
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Lo contaba Tip cuando se aprobó la Ley del Divorcio. Se presentó ante el juez una pareja algo desmedida de años. Querían divorciarse. Vivir en libertad, realizarse. Él había cumplido los 101 y ella las 99 primaveras. El juez, confuso, les preguntó por los motivos de tan extemporánea decisión. -¿Por qué no se han separado antes?-; y fue ella la que respondió: -Porque no queríamos dar un disgusto a los niños, y hemos esperado a que se mueran para divorciarnos-.

La Reina Isabel II ha cumplido 91 años. Me parece muy bien y siento por ella un gran respeto. Ha sido una Reina excepcional. Su madre superó el siglo de existencia. Se arreaba unos lingotazos de ginebra monumentales. Sus doctores le confiaban su preocupación por las transaminasas y los triglicéridos. Sus médicos fueron falleciendo y la «Queen Mary» enviaba a sus viudas cartas de pésame muy cariñosas. Hay organismos resistentes. Mi padre murió a los 93 años después de consumir, una vez más y desde los 18, sus tres cajetillas de tabaco diarias. Se lo advirtió su médico, el doctor Madrigal: -Luis, a este paso no llegas a los 70-. Había cumplido 80 cuando me llamó para informarme que había fallecido el doctor Madrigal.

La Reina Isabel no abdica de la Corona a favor de su hijo Carlos, Príncipe de Gales, que a punto está de soplar las 69 velas desde que fue puesto sobre este mundo conflictivo. Mucho me temo que le rondan por la cabeza motivos parecidos a los del matrimonio de divorciados de Tip. Que no quiere abdicar hasta que su hijo Carlos no doble la servilleta, con el fin de no proporcionarle un disgusto innecesario. Claro está, que la lucha establecida entre la genética de la Reina y la de su hijo, favorece al Príncipe. El Rey Jorge VI, padre de Isabel II, falleció en plena juventud. Y el príncipe de Gales tiene como madre a Isabel II, con sus 91 años a cuestas, y a su padre, el heleno Felipe de Edimburgo, que se mueve por los 93 periplos anuales. Si se unen las genéticas de padre y madre en la del hijo, Carlos de Inglaterra será príncipe de Gales once años más y alcanzará la Corona a los 80, y aún le quedarán 20 de propina para ser un notable Rey. La diferencia mayor que se establece entre Carlos y su padre, Felipe de Edimburgo, es que el primero se viste en Turnbull & Asser (Savile Row) y el esposo de la Reina Isabel lo hace en Martins & Parva (Jeremy Street), aunque coincidan en su sombrerero, Hogdson, Hogdson, Hogdson & Hogdson, de gran discreción los cuatro Hogdson, aunque el primero falleciera siete años atrás cuando accedía a una tribuna lateral de Wimbledon. Eso, al menos, es lo que he sabido gracias a la información de mi amiga Rosemarie Cutton, vendedora de fresas con nata en el All Lawn Tennis & Croquet Club, en cuyas pistas no disputo partido alguno desde mi lejana juventud.

Para mí, que superando las preferencias de la Reina por su nieto el Duque de Cambridge, la sucesión dinástica de los Windsor se va a producir con naturalidad y normalidad generacional. En España hemos tenido a un gran Rey que supo abdicar en su momento, como hizo la Reina de Holanda, Alberto de Bélgica, y a punto está de imitarlos la Reina de Dinamarca, que ha envejecido notablemente como consecuencia del memo de su marido. Ha cambiado la norma de la resistencia a ultranza en el trono. La permanencia de la Reina Isabel ha compensado el caprichito de su tío Eduardo VIII, un nenaza que abdicó de la Corona en su hermano, para casarse con una mujer rarísima, una especie de bicicleta sonriente sin chicha ni limoná. En fin, que felicito desde aquí a Isabel II de Inglaterra con todo mi respeto y admiración, al tiempo que le recomiendo que se mantenga hasta que ella lo considere oportuno, y no limite las posibilidades de sucesión de su hijo, que es un tipo preparado, culto, simpático y cachondo.

Y yo, relajado.