Ángela Vallvey

Favor

La Razón
La RazónLa Razón

Tuve una amiga a quien hice un buen favor hace unos años. Gracias a ello, logró progresar en su trabajo, ascendió y se hizo importante. Poco después, comenzó a espaciar nuestros encuentros. Pese a que hoy día resulta más fácil que nunca estar en contacto incluso con personas que vivieran en Atanasoff, mi amiga fue perdiendo poco a poco la comunicación conmigo, hasta que llegó a ser inexistente el día en que me aburrí de mandarle mensajes interesándome por sus éxitos. Epístolas electrónicas que a duras penas respondía ella. Ahora, no tenemos ni la más mínima relación. Ni siquiera un simple «me gusta» en Facebook de esos que se otorgan como una limosna, de madrugada y después de volver de una fiesta, con el dedo desatado sobre la pantalla táctil... Nada. Nuestra amistad se extinguió. Kaput.

Tuve otro amigo al que «presté» dinero, hace tiempo. Por entonces se trataba de una cantidad importante, en pesetas. Yo andaba justa de «money», pero él parecía al borde de la desesperación. Ahorré el parné de donde pude para dárselo. Lo mandé al otro lado del mundo por Western Union. Hasta un día antes de recoger esa cantidad, el prenda me escribía casi a diario. Cuando firmó el «recibí», su silencio se hizo clamoroso, como si fuera un listillo experto en «phishing». Tuve que enviarle una docena de mensajes, cada vez más inquietos y angustiados, pidiendo acuse de recibo. Nunca creí en aquello de «No prestes dinero a un amigo: te quedarás sin dinero y sin amigo». Había oído cosas sobre timos de mafias, y delincuentes que despluman con engaños a los bobos como yo, pero nunca hubiese sospechado que un amigo al que se conoce desde hace años pudiera desaparecer después de recibir «un préstamo». Sin embargo, así fue. No he vuelto a tener noticias suyas desde un escueto mensaje donde confesaba que recibió el dinero.

Me ha costado mucho comprender que, al parecer, algunos no soportan recibir favores. No se sienten agradecidos, sino lo contrario: detestan a la persona que les ha prestado ayuda –y cuanto más importante es el auxilio, peor reaccionan–, jamás perdonan el apoyo, la asistencia, la merced, la mano tendida... Consideran una ofensa y un agravio humillante la pura generosidad. Desconfían de ella. No conciben la dádiva desinteresada porque no son amigos de nadie. Ni siquiera de ellos mismos.